He mantenido un prudente silencio durante la escalada bélica en Gaza e Israel de las pasadas semanas, básicamente por temor a que cualquier posicionamiento fuera interpretado de forma simplista, lo cual resulta muy fácil en un asunto en el que se mezclan prejuicios larvados durante generaciones y acciones que terminan con resultados catastróficos en términos de víctimas de la población civil. A nadie bien nacido le puede suponer satisfacción alguna la muerte de inocentes, especialmente si son niños, por más que esas víctimas hayan sido usadas como escudos humanos por los terroristas de Hamás, a quienes les importan bien poco las vidas y los derechos de los ciudadanos de Gaza, salvo para sus fines propagandísticos.
España es un país con profundos sentimientos antisemitas, más o menos evidentes, a derecha e izquierda del espectro político. Basta rebuscar en nuestro lenguaje coloquial, conformado por siglos de una historia en la que los judíos eran no sólo los culpables directos de la crucifixión de Jesucristo, sino la cabeza de turco de cualesquiera crisis económicas y sociales. Cuando el rey se veía acorralado por las masas hambrientas, se derivaba la culpa a los judíos (banqueros, joyeros, prestamistas, profesionales exitosos, etc. y, como tales, objeto de envidias) y santas pascuas. Con unas cuantas piras en la plaza se les purificaba el alma o se les forzaba a una ominosa conversión para salvar la vida, aunque el futuro que les aguardaba fuera de perpetua exclusión social, hostigamiento y discriminación.
No hablo de hace cinco siglos, sino de hace menos de cien años. Hasta hace ese tiempo, por ejemplo, los xuetes no podían ser ordenados sacerdotes católicos, ni mucho menos obtener dignidades más elevadas. Con el franquismo, el recurso al “complot judeomasónico” se convirtió en la muletilla del patético dictador meapilas que soportamos durante cuatro décadas, que jamás permitió el establecimiento de relaciones con Israel.
Aunque hayan pasado otras cuatro décadas, todo eso está muy vivo en el subconsciente de aquellos que comparan los odiosos y lamentables efectos colaterales de acciones militares legítimas con los crímenes fría y calculadamente concebidos por la barbarie del islamismo radical, el verdadero y casi único enemigo que hoy día tiene la humanidad.
Israel, con todos sus defectos y errores políticos, que los tiene, es una democracia de corte occidental en la que sus ciudadanos pueden votar y manifestarse, como hacen frecuentemente, contra la dura política de su ejecutivo en materia de defensa, que responde con la fuerza militar al lanzamiento de miles de cohetes de los yihadistas de Gaza contra objetivos civiles de Israel. Sólo la superioridad tecnológica evita una masacre continuada. Israel es un islote de civilización entre la barbarie más absoluta. Los israelíes de culto islámico son, paradójicamente, los únicos musulmanes que gozan de derechos en todo Oriente Medio. Nadie asesina más musulmanes que el islamismo radical.
No se puede negar que el estado de Israel ha sido polémico desde su origen, pues nació auspiciado por una Europa culpable y desgarrada, que no podía plantearse una gigantesca reconstrucción y, simultáneamente, la reinserción de millones de europeos judíos en estados que, como Alemania o la propia URSS, habían protagonizado su exterminio sistemático hasta hacía dos días. En el caso soviético, el genocida era, además, uno de los vencedores de la IIGM. Qué sarcasmo.
La ejecución a sangre fría del periodista James Wright Foley a manos de un asesino del llamado Estado Islámico me ha decidido a expresar mi opinión, que sé de antemano polémica.
Occidente no puede permitir ni un solo día más que esta chusma infecta siga trasladando a la opinión pública mundial la sensación de fortaleza propia de un estado. Han sido muchos los errores de los países occidentales, pero el mayor sin duda es el de dar cancha a esta sarta de criminales que abogan por el exterminio de toda nuestra raza (la humana), cultura, derechos y conquistas sociales para imponer su modelo analfabeto y medieval, en el que las mujeres son puros objetos, sometidas a la voluntad de sus dueños, que proponen, entre otras cosas, su castración sexual sistemática.
En infinidad de ocasiones pienso en Chamberlain y en los intentos humillantes y rastreros de occidente de pactar con Hitler para evitar la guerra. De otro lado, lamento profundamente la actual falta absoluta de un liderazgo europeo, pues por una parte una Alemania víctima de sus enormes complejos y estrechas relaciones con dictaduras islámicas se contrae cobardemente a su papel de mero motor económico, mientras Gran Bretaña ya sólo mira hacia el Atlántico. En mi fuero interno pienso que ya solo nos queda la posibilidad de que la República Francesa, país con una numerosa población de origen musulmán, mantenga con su posible liderazgo la dignidad de la política exterior europea. España, como siempre, ausente. Ni está, ni se la espera.
Estamos en guerra. Lo estamos desde hace décadas los que nos rebelamos contra aquellos cuyo fin no es otro que aniquilar el estado de Israel, y, desde el 11 de septiembre de 2001, lo estamos, queramos o no, todos los occidentales. Y las guerras hay que evitarlas con dignidad y principios y, si no, ganarlas. A ver si nos enteramos de una vez.





