Algunos lugares son mucho más que un lugar cualquiera. Son la prosa atinada en la que escribimos nuestra historia, las vivencias que compartimos y la felicidad que nos abraza. Son el anhelo con el que llegamos a ellos, el amor que descubrimos, los días que nos encumbraron y el dolor que nos desgarra.
Hoy la distancia entre el azul Tramuntana y el verde de Castilla en esta tarde incierta, se ha desvanecido en una consulta de las urgencias en las que subsisto, porque la causalidad, que es un niño travieso disfrazado de broma pesada o de casualidad que nos eleva y que nos salva, así lo ha querido.
Hoy la causalidad ha llegado en forma de paciente y de peregrina que pasaba por Burgos. Tras mi anamnesis, sus síntomas y nuestra charla he sabido que venía de Mallorca y que se dirigía hacia Santiago. Me ha hablado de Palma y le he hablado de mis años en Son Dureta. Me ha contado que lo están demoliendo. He callado y ya sólo le he deseado suerte hasta Compostela.
Por la noche he buscado imágenes de lo que conocí, pero sólo he hallado restos de amianto y montones de escombros, noticias del último edificio que queda en pie, el “primer bloque semicircular que desde 1955 configuró el legendario centro sanitario”, videos de pasillos desiertos y de muros tambaleantes que caen frente al rugido de la maquinaria que los asola.
He escapado de las tres dobles uves de un internet despiadado, para adentrarme por senderos menos adustos y más entrañables, clicando en el enlace directo de mis recuerdos. Y allí me he reencontrado con el edificio imponente, erguido y completo. Con Son Dureta, tal como lo vi la primera vez desde Andrea Doria.
He vuelto al edificio circular donde se ubicaba el Servicio de Personal, para firmar mi primer contrato de verano un día de mayo de hace casi 30 años y donde meses después tomé posesión de mi plaza ganada en la última oposición de verdad del antiguo INSALUD.
He vuelto a mis primeros días en la UCI Pediátrica del Materno Infantil, calculadora en mano y con mis apuntes de ventilación mecánica bajo el brazo, comprobando una y mil veces las dosis, entre respiradores, entre alarmas, entre bombas de perfusión y entre dramas.
He vuelto a las urgencias de adultos, a su zona 5, a su quimérico orden y a su perímetro imposible, que en los días de colapso se ensanchaba hacia las salas de espera y se desbordaba hacia los pasillos de la entrada. Me he vuelto a ver esquivando obstáculos en un bosque de camas, buscando a mis pacientes en el lugar en el que los dejé antes de que los llevaran a hacer una placa, y en el que ya no estaban.
He vuelto a la primera y moderna Unidad de Reanimación, que estrenamos con ocho camas, en el área quirúrgica de la primera planta.
He vuelto, con la ingenuidad de quien pretende cambiar el mundo con una varita mágica en forma de pancarta, a la primera cita con Ana en el Varadero, frente a la Catedral y a un carajillo de baileys con hielo, para proponerle una aventura sindical que acabó siendo más que una aventura y mucho más que sindical. He vuelto a la pequeña Sección, junto al laboratorio de Anatomía Patológica en la cuarta planta del Edificio de Administración, desde donde inventamos una forma distinta de movilizar a un colectivo inmovilizable y alteramos la paz de algunos gestores del viejo hospital y de la vieja guardia. Y he vuelto a recorrer todas y cada una de sus estancias, acompañado por el aleteo de mil mariposas en el estómago, en las intenciones y en las miradas.
He vuelto a la consulta de ecografía en la que Esther Montoliu nos confirmó, hace poco más de 20 años, que esperábamos una niña. Lo celebré como el primero de los dos mejores goles de nuestra vida, como el futbolero que jamás fui, con los puños cerrados y con los brazos en alto.
He vuelto al quirófano en el que escuchamos el primer llanto de Jimena, aun en las manos de Jorge Rioja, mientras nos decía que era muy guapa y que como obstetra sabía de lo que hablaba. Y he vuelto a ver a Ana sonriente, a pesar del chute de sedación, ante el regalo de la nueva vida, mientras yo difícilmente contenía mis lágrimas y Maribel, a mi lado, desparramaba las suyas.
Muchos nombres, muchas anécdotas y muchas caras de aquel Son Dureta que miraba al mar desde sus ventanas, me empujan en el pecho y me aprietan la garganta, buscando su lugar en esta pirueta de la nostalgia.
Después llegó la reivindicación de un espacio nuevo para un tiempo nuevo, y la difícil batalla entre lo que emocionalmente significaba Son Dureta y lo que asistencialmente se necesitaba. El debate, la polémica y los posicionamientos, de los que no me desdigo, quedan para la hemeroteca.
No juzgo la decisión de demoler un icono de la sanidad balear durante 70 años. Mi viaje es sólo una reivindicación sentimental, el regreso a un paisaje de mi memoria o, como cantó Mercedes Sosa, la constatación de que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.
Juan Jesús Fernández Requena. Enfermero. Burgos.
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