Palma, mi ciudad

Palma es mi ciudad, en ella está mi memoria. La mayor parte de mi vida ha transcurrido entre sus calles, edificios, parques y plazas. Hoy, aprovechando el descanso estival, prefiero dejar la política a un lado para comentar algunos de los rincones urbanos en los que me siento mejor. No se trata de los más conocidos, ni de los más centrales, pues, por algún extraño motivo siempre prefiero la periferia; la física y también la mental.

Tal vez el primero de ellos es el Oratorio de la Bonanova, me encanta el significado de su nombre: “La buena nueva”. Su placita empedrada con cantos rodados es simplemente una maravilla entre la montaña y el mar. Quizás los coches no deberían aparcar para evitar su deterioro. La calle que asciende hasta allí, hasta hace poco, estaba bordeada de enormes pinos que retorcían el asfalto y rompían el empedrado de las aceras, otorgándole un aire genuinamente mediterráneo verde y azul. Desgraciadamente, los técnicos municipales han sustituido los ejemplares de uno de sus laterales por estrechos cipreses y por un olivo joven. Ya no es lo mismo, aunque sigue siendo muy especial. 

Esa calle Santuari arranca con las tres últimas estaciones del Rosario que comienzan en El Terreno. Sentado en ese sagrado lugar el ilustre Camilo José Cela ya se encaró, en su época, con los expertos botánicos y logró postergar el pinicidio.

En septiembre, cuando el tiempo comienza a cambiar, se celebran las fiestas de la patrona del barrio, entonces es un placer comprar una uña de coco o un juguete barato en alguno de los puestos que se instalan, adornados con sencillas bombillas. Además, en esa entrañable iglesita mis padres prometieron pasar juntos el resto de sus vidas. Y lo cumplieron. Yo tuve mucha suerte. 

Por su parte, el fuerte de San Carlos siempre me ha parecido una joya extrañamente incomprendida. Personalmente me parece casi tan imponente como el mismísimo Castillo de Bellver. Aunque su pinar no es tan extenso es precioso, enmarcado por lienzos de mar en todos sus lados menos uno. Desayunar o almorzar en el ahora incomprensiblemente cerrado establecimiento, situado en una de las explanadas de sus baterías de costa, fue siempre una experiencia que rozaba lo sublime. Tomar un café lento y compartido bajo la sombra de grandes pinos, envueltos en la limpia brisa marina es sanador y renovador. Contemplar simultáneamente la apertura de la Bahía de Palma te puede trasladar a una dimensión superior de belleza y bienestar. Allí, rodeado de los míos he celebrado algunas ocasiones que lo merecían. Y muchos otros domingos por la mañana he disfrutado viendo a mi hija crecer paseando entre sus muros y salas, o saludando a los burritos que mantienen en orden la vegetación.

Es una lástima que no pueda permanecer abierto por las tardes. Se ve que contratar a un vigilante para los escasos ciudadanos y visitantes que lo apreciamos debe resultar demasiado caro. Sin embargo, al mismo tiempo puede que sea una suerte el no figurar, como atracción relevante, en rutas y guías. Otra cuestión a lamentar es el impresentable estado de abandono de la Batería Avanzada. Tal vez es la maldición de lo intrincado de las normas y leyes que rigen nuestro litoral.

No quiero dejar de mencionar el temor que me provoca el proyecto de remodelación del Puerto de Palma. Pues la Autoridad pretende desplazar a esta zona las instalaciones portuarias industriales, en vez de integrarlas. ¿Las quieren alejar de los lugares en donde habita el poder? Una vez más mi desconfianza para con cualquier autoridad es casi total.

Por cierto, durante años, desde este castillo, pude comenzar un tranquilo recorrido por encima del Dique del Oeste, contemplando el incomparable Sky Line de nuestra ciudad. Parecía que andaba adentrándome en el mar. Pero un día lo prohibieron. ¡Por razones de seguridad dijeron! Esa prohibición todavía me enfada, pues considero que la seguridad bien entendida tiene que ir orientada a incrementar la libertad, no a restringirla. 

En este periplo personal debo decir que me fascinan las escaleras de Cala Mayor construidas en 1952, y orgullosamente firmadas por los desaparecidos Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. Son como las pirámides de Egipto, una obra exageradamente desproporcionada para salvar el talud que separa la calle “Joan Miró” de la más elevada “Bernat de Santaeugènia” (así está rotulado). Ambos monumentos parecen resistir el paso del tiempo sin ningún tipo de mantenimiento. 

Como muchos, suelo ir allí, para sentarme en unos de sus escalones superiores a contemplar el increíble espectáculo de la caída de la tarde sobre el poniente urbano. Mi abuelo paterno, -al que no conocí-, me legó un cuadrito firmado por J. Guzmán que retrata ese lugar unas décadas antes de la construcción de esas robustas escaleras. Cómo lo conservo en mi sala de estar soy capaz de ver lo que se ha transformado, pero también lo que permanece.

Por otro lado, me parece un privilegio poder pasar unas horas, o tal vez hacer noche, en la Isla de Cabrera de nuestro municipio capitalino. Un edén donde se activan todos los sentidos. Aunque también me gusta recordar su historia, para hacerme consciente de cómo ese paraíso se tornó un terrible infierno por culpa del concepto abstracto de Estado-Nación. De hecho, siendo concejal del consistorio de Palma tuve ocasión de proponer, sin éxito, que se rememorara una vez al año el desastre allí vivido. No por morbo, sino para celebrar la actual hermandad con aquellos que un día consideramos enemigos. 

Siguiendo con este peculiar paseo, no quiero dejar de mencionar tres enclaves creados más recientemente, donde me gusta dejar pasar el tiempo, sólo o en compañía. Uno de ellos es el Parc de la Ribera. Un lugar genuinamente natural que acertadamente ningún técnico ha pretendido transformar. Y que contrasta con otro estupendo parque de concepción radicalmente diferente. Me refiero al Parc de Ses Fons. Son dos caras de una misma moneda: lugares increíblemente acogedores, con abundantes sombras y zonas soleadas y con espléndidos pinos urbanos. Uno de ellos en estado casi virgen; el otro con un diseño artificial digno de un moderno Versalles en miniatura.

El tercero es el frondoso jardín sito en Sa Petrolera del Portixol, junto a la biblioteca más encantadora, y con mejores vistas, que conozco. Está instalación cultural cuenta además con un pequeño museo y con una sala de lectura infantil. El jardín y los libros son complementos perfectos para que niños y adultos compartan su tiempo.

En fin, les deseo un buen verano.

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