El desembarco masivo de pateras producido este verano en Baleares obliga a realizar una reflexión sobre el problema de la inmigración irregular -no aquella en la que los extranjeros vienen legalmente con un contrato de trabajo, que bienvenidos sean dadas nuestras necesidades laborales- en la que huyamos de todo extremo que represente rechazo, demagogia, buenismo o alejamiento de la realidad.
Con independencia de las razones geopolíticas que puedan haber causado el incremento masivo de la llamada “ruta argelina”, probablemente desatada por el alineamiento del Gobierno de España con los postulados marroquíes sobre el Sáhara occidental que ha contrariado enormemente a Argelia, resulta necesario buscar soluciones a un problema que supera la capacidad de respuesta de las Administraciones insulares.
La inmigración representa sin duda un enorme drama humanitario, pero acarrea también graves problemas colaterales. Tras las gentes que sufren y mueren en el mar hay mafias dedicadas al tráfico de seres humanos, que cobran cantidades abusivas a quienes se aventuran a arriesgar su vida en la travesía, y se ponen también de manifiesto maniobras y revanchas políticas, con el envío demostrado de un buen número de delincuentes que alivian las cárceles norteafricanas. Hasta Frontex, organismo de la Unión Europea encargado de la vigilancia costera, ha avisado del incremento notable de migrantes con intenciones delictivas.
Ante el pasotismo interesado del Gobierno español, mostrando su habitual deslealtad con las Comunidades Autónomas gobernadas por la oposición, Europa debe buscar soluciones a este creciente problema surgido en sus fronteras. Sabemos que Grecia ha decidido deportar sin opción de asilo a los inmigrantes irregulares que lleguen de África. También que el Gobierno socialista de Portugal ha endurecido su política migratoria, limitando el número de visados, creando un cuerpo de Policía para Extranjeros -con poderes para detener y deportar inmigrantes sin papeles- y estableciendo límites a la reagrupación familiar. Y que Italia está deportando inmigrantes a centros sitos en Turquía, que Francia acabó prohibiendo el velo en los colegios y el rezo en las calles, y que Suiza vetó los minaretes. También que los países escandinavos (Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia), tradicionalmente tolerantes en estas materias, están limitando enormemente su política de inmigración reduciendo los solicitantes de asilo y fomentando la construcción de centros de recepción fuera de la Unión Europea.
Aparte de la falta de capacidad estructural que afecta a las instalaciones baleares, la inmigración irregular plantea otros graves problemas sociales. Por un lado, el efecto “llamada”, pues si a los ilegalmente llegados se les conceden ayudas gratuitas y se les permite circular libremente por la Unión Europea (debería condicionarse a que realizasen trabajos para la comunidad y obtuviesen un contrato de trabajo en pocos meses, como se hace actualmente en Dinamarca, gobernada por un partido socialdemócrata) nunca dejarán de funcionar las mafias que se enriquecen transportándolos de forma masiva. La única solución efectiva es mantenerles en centros de internamiento hasta que logren regularizar su situación personal y laboral, o deportarlos en los casos en los que ello no sea posible, tal como hacen actualmente la mayoría de países de la UE.
El segundo problema grave es la falta de integración, que afecta mayoritariamente a la inmigración musulmana. Como explicó de forma magnífica Maite Rico a raíz de los incidentes de Jumilla, al contrario que otras confesiones, el islam genera conflictos porque es una religión expansionista, que vertebra por completo la vida de sus comunidades, cada vez más controladas por imanes y grupos salafistas como la Hermandad Musulmana. Y eso hace que una cuestión religiosa acabe convertida en un grave problema político. No hay más que mirar como en Francia la degradación de la convivencia ha coincidido con la llegada silenciosa de líderes religiosos que alientan el gueto y siembran en los jóvenes el odio a Occidente.
Recordaba la magnífica columnista de El Mundo, ex subdirectora de El País, que un reciente informe encargado por el Gobierno francés considera a la Hermandad Musulmana como una amenaza para la cohesión nacional, realidad que ya lleva tiempo reproduciéndose también en España. Para Rico no estamos ante una cuestión religiosa, sino ante un problema político que exige reglas claras en defensa de la democracia, la libertad y la igualdad entre sexos.
En definitiva, nos encontramos ante un drama complejo que no admite soluciones simples. Y que exige valorar no solo cuestiones humanitarias, por dramáticas que puedan resultar, sino también otras razones políticas, de seguridad, culturales y de modelo social. Por eso entran ganas de dejar de pagar impuestos cuando una ministra del Gobierno de España, la desconocida Sira Rego, dice que las quejas del Govern balear por su falta de capacidad material para atender el envío de más “menas” son muestras de “racismo”. Llevamos un largo verano rodeados de tragedias mientras mantenemos a políticos que no pierden ocasión de mostrar su pavorosa inutilidad.
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