En estos largos meses en los que asistimos a una permanente perversión de la democracia, no nos olvidamos de la perversión histórica. El relato de la historia siempre ha sido escrito por los vencedores cuando se refiere a alguna guerra o conflicto, pero cuando no se cuenta todo y el pasado deja de ser un referente para no actualizar errores pretéritos el autor o autores se revelan prisioneros de si mismos sin el atenuante de la sumisión a bando alguno.
La mayoría de obras que narran los cien años de vida del Real Mallorca devienen mayoritariamente en un glosario de epopeyas inciertas en el que se omiten más que fracasos maniobras como mínimo contraproducentes que indudablemente explican la peculiar idiosincrasia del club. Se cuenta, por ejemplo, que Di Stéfano se alineó con el equipo para celebrar la inauguración de la iluminación artificial con la que se dotó al Lluis Sitjar inmediatamente después del primer ascenso a la División de Honor. Sin embargo no se añade que, a posteriori, se construyó la tribuna cubierta cuya superior no soportaba las pruebas de carga y las obras se paralizaron hasta que precisamente un futbolista con carrera, Granés, aportó la solución.
Los historiadores no hablan de cómo cambiaron de manos decenas de títulos de propiedad del viejo estadio procedentes del óbito o desaparición de sus originales dueños sin que fueran reclamados por sus herederos. O, en época más reciente, del destino final de la subvención otorgada por el Consejo Superior de Deportes para acometer obras de seguridad en Es Fortí y que fueron redirigidas a otros menesteres. Por no hablar de la solicitud de subsede del Mundial 82 que se murió de asco en el fondo de un cajón del alcalde de Palma y que, en su día, provocó que el campo de fútbol del Mallorca no pudiera ser renovado como hicieron en otras ciudades españolas.
La memoria selectiva causa estragos y la historia, finalmente, no la cuenta quien gana, sino quien paga. Con dinero o en especies.
