No sé si a estas alturas todavía habrá quien se deje tomar el pelo con la utopía de la salvación. Quienes siguen esta sección conocen perfectamente que nunca he creído en ella, tanto en términos matemáticos como por la ausencia de argumentos que el Mallorca ofrece dentro y fuera del terreno de juego. En otras ciudades los responsables de la destrucción del club habrían salido a gorrazos, pero como en su día ya le dije al entonces presidente Vicenç Grande, aquí tenemos a la afición y los medios de comunicación más complacientes de toda España.
Confieso que, sin apearme ni un ápice de mi pronóstico, contaba tres puntos más tras la jornada de hoy en mi inútil cálculo de probabilidades. Creía que la necesidad podría más que la ineficacia cordobesa a domicilio, pero hasta en eso me equivoqué. Y, la verdad, si eres incapaz de ganarle al Córdoba, el peor equipo que ha pisado Son Moix esta temporada, ignoro a qué rival puedes ganar antes de que baje el telón del campeonato y te veas en Segunda B. Máxime si a los dos minutos de empezar el partido te encuentras con un gol a favor que ni siquiera eres capaz de mantener durante apenas un cuarto de hora.
De haber sido espectador imparcial hubiera certificado la clasificación de ambos contendientes. Dos escuadras imprecisas, desplegando, es un decir, un juego lento, horizontal y carente de imaginación, sin creatividad, ni seguridad defensiva, ni mordiente en ataque. Dos calamidades y un solo futbolista entre los veintiocho que jugaron: Javi Lara, la más viva representación de un oasis en medio del desierto.
Leerán y escucharán que el portero Kieszek evitó la derrota visitante. No se lo crean. El triunfo local no llegó sencillamente porque no se puede ganar confiando en un arreón final de cinco minutos después de haber sesteado durante ochenta y cinco sin haber pisado el área forastera. Esta es la única, triste y repetida realidad.