A la fresca

Existe una gran diferencia entre el político moral y el político moralista. Este último se encarga de buscar la moral más conveniente según la circunstancia social, o lo que es peor, adaptándola a su situación personal. Esta distinción la desarrolló de manera brillante Immanuel Kant hace más de dos siglos, pero como uno aspira a que el lector no abandone esta columna por aburrida antes del primer párrafo, abordaremos mejor el asunto desde la perspectiva más divertida de una escritora tan polémica como Patricia Highsmith. A la novelista norteamericana le interesaba la moral “siempre y cuando no haya sermones”.

Los sermones aburren, pero a diferencia de los pronunciados en un templo, los que se escuchan en una rueda de prensa o en un Salón de Plenos van directos a la hemeroteca. Al clérigo no lo elegimos. Se sube al púlpito y el que quiere aguanta su plática. Pero al político hay que soportarlo cuando reparte bendiciones morales en función de a quién hayas votado. Se ha de reconocer que a la hora de condenar a electores infieles la izquierda supera con creces a la derecha.

Si uno de los objetivos de la política es facilitar la convivencia entre personas que piensan distinto, atribuir una pulsión corrupta a toda una ideología no parece la vía más adecuada. Pero ese sectarismo acarrea con el tiempo una consecuencia aún peor, porque termina por situar el listón ético a una altura infranqueable. Es lo que le ha sucedido esta semana a Neus Truyol, azote moral en el Ayuntamiento de Palma de todo político a su derecha, que se ha golpeado en la frente con su vara de medir a los demás.

La empresa de los padres de Truyol se adjudicó una treintena de contratos menores firmados por sus compañeros de partido y del equipo de gobierno municipal. Dice la regidora, con razón, que su familia lleva en el negocio muchos años, y que sólo faltaría que el matrimonio tuviera que irse al paro por culpa de la actividad política de su hija. ¿Valdría ese razonamiento, por ejemplo, para el hermano de Isabel Díaz Ayuso? Esa hemeroteca que retrata de cuerpo entero a la izquierda nos dice que no, que Ayuso es una corrupta mientras que Truyol sufre una “cacería personal”.

Este es el problema de los sermones que tanto molestaban a Patricia Highsmith, y de los que tanto se burlaba Oscar Wilde cuando decía que amaba “los escándalos de otras personas, pero los míos no me interesan: no tienen el encanto de la novedad”. Para Truyol no era ninguna novedad ni constituía sorpresa que sus padres se adjudicaran año tras año la organización del Cinema a la Fresca en Palma sin que se presentaran otras empresas, porque la naturaleza corrupta de las intenciones se le presupone a la personas de derechas, jamás a las de izquierdas.

En este punto descubrimos la admiración de Truyol por un autor tan dado al escándalo como Wilde, para el que la moralidad era tan solo “la actitud que adoptamos hacia la gente que personalmente nos desagrada”. Por eso Truyol puede llamar fascista a cualquier persona que discrepe de sus planteamientos sobre la lengua catalana o la Guerra Civil sin que ese calificativo pueda considerarse un insulto, pero afearle que ella firme una subvención o un pago directo a sus padres desde el Ayuntamiento es una atentado contra su honor y la dignidad de su familia.

La conversación pública se está ensuciando hasta límites insoportables para el ciudadano medio, y a ello llevan contribuyendo desde hace tiempo esos políticos moralistas que abundan en la izquierda, que a su vez dan alas al discurso hiperventilado de la derecha más radical. Esta dinámica genera un bucle tóxico interminable, un toma y daca sin fin que aburre hasta a las ovejas. Parece evidente que, por el hecho de regentarlo tus padres, el negocio de tu familia no puede ser más honrado que el de tu vecino de escalera que vota al PP.

A Oscar Wilde sus risotadas sobre la moralidad le salieron caras porque fue condenado en la Inglaterra victoriana a dos años de cárcel por mantener relaciones homosexuales. Supongo que su escaso interés por las mujeres le llevó a escribir que “el hombre que moraliza es, por lo general, hipócrita, y la mujer que moraliza es, invariablemente, sosa”. Hasta hoy, a mí Neus Truyol me resultaba sosa. Escuchadas sus explicaciones sobre el dinero público ingresado por sus padres, la hemeroteca nos dice que Truyol también es una hipócrita.

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