Hace más de medio siglo que John L. Austin refutó la teoría según la cual la función principal del lenguaje es la representación del mundo. En su libro Cómo hacer cosas con las palabras el filósofo británico reflexionaba sobre la fuerza de las expresiones con independencia de su veracidad o falsedad. Su teoría de los actos del habla vino a demostrar cómo las palabras construyen realidades.
La obra de Austin se publicó en 1962, pero décadas antes las ideologías de masas ya habían intuido el poder de los discursos a la hora de crear una coyuntura política partiendo de las emociones. Primero el comunismo, y después el fascismo y el nacionalismo comprendieron pronto la capacidad del lenguaje para generar dinámicas colectivas favorables a sus objetivos sin necesidad de sustentarse sobre la realidad. Es suficiente nombrar los hechos de otra manera para suscitar un próspero matrix político. Esto es exactamente lo que consigue el debate abierto sobre la amnistía por el prófugo Puigdemont.
Es evidente que la palabra “amnistía” construye por sí sola una realidad. El precio del puñado de escaños que precisa Sánchez para seguir en La Moncloa no tiene nada que ver con su magnanimidad hacia los golpistas, ni con la política del ibuprofeno aplicada en Cataluña. Esa fue la intención de los indultos, un perdón otorgado a delincuentes que no sólo no se arrepintieron de sus delitos, sino que manifestaron su intención de reincidir en ellos. La conveniencia legal y moral de esos indultos es discutible, como toda decisión política. Lo que nadie puede negar son los magníficos resultados electorales que han proporcionado en Cataluña al partido político que los impulsó.
El PSOE ha dado el abrazo del oso a ERC y a Junts. Esta obviedad, junto al hecho de que en Barcelona ya no se incendian coches ni se arrancan adoquines de las calles para lanzarlos sobre escaparates y policías, es suficiente para afirmar desde el Gobierno que la situación política en Cataluña ha mejorado. Es difícil negarlo. Sin embargo, para no hacer trampas convendría añadir que, estando en desacuerdo con la estrategia de Sánchez, el partido de Feijóo ha obtenido más votos que los de Junqueras y Puigdemont.
Zapatero dijo en su día que con Rajoy no tenía nada de qué hablar sobre el Estatut porque su partido era irrelevante en Cataluña. Ahora que el PP ha sido la tercera fuerza más votada en esa comunidad, a escasos 24.000 votos de la segunda, Sánchez se mofa de la oferta de diálogo de Feijóo sobre el modelo territorial en España. Otra vez el lenguaje construyendo realidades paralelas.
No tengo duda que el presidente del Gobierno en funciones encontrará juristas creativos capaces de encajar en la Constitución una amnistía para los sediciosos. Lo que no conseguirá es adaptar el concepto económico de elasticidad infinita al Derecho. Quiero decir que podrá introducir con fórceps una ley que supone de facto deslegitimar las leyes y tribunales que juzgaron aquellos hechos, pero nuestra Carta Magna no recuperará su forma original al día siguiente del regreso triunfal de un prófugo cuyo partido ha obtenido el voto del 11% de los catalanes que acudieron a las urnas el 23J, menos del 7% del censo electoral en Cataluña, un 1% del total en España.
De esta enmienda a la totalidad del periodo democrático más largo de nuestra historia es de la que se quejan históricos miembros del PSOE. Todos ellos, excepto Emiliano García Page y Javier Lambán, son políticos retirados que superan de largo la edad de jubilación. Y este precisamente, su fecha de nacimiento, es el principal argumento que encuentran los columnistas orgánicos para descalificar sus opiniones, o al menos juzgarlas con condescendencia. La vieja guardia es lo más suave que se escribe de ellos, pero en las redes resuena más dinosaurios, vejestorios, ancianos que no entienden la nueva política, viejos incapaces de adaptarse a la modernidad.
Yo he escuchado esta bajeza en boca de insignes representantes del buenismo de izquierdas que hasta hace diez minutos descargaban su munición dialéctica contra el edadismo, o sea, la discriminación de las personas mayores por razón de su edad. Se demuestra así que es la política, y no la Constitución, la que permite una elasticidad perfecta e infinita. Puedes decir una cosa y la contraria sin que la expresión en un rostro de cemento armado sufra la más mínima variación.