Hace un par de semanas, un multimillonario americano reservó todas las mesas de un conocido restaurante del norte de Mallorca para comer allí con los invitados de su megayate. La misma mañana del almuerzo, uno de sus empleados telefoneó al restaurante para comunicar que habían cambiado de planes, y que no se iban presentar. El sofoco del propietario sólo duró unos segundos, porque su interlocutor le aclaró de inmediato que se podía quedar íntegra la fianza que ya le habían transferido para cerrar ese mediodía el local, 24.000 euros.
Esta es una cifra aprehensible para la mayoría de personas, porque entienden su valor por comparación a sus ingresos. Según el INE, el salario medio anual bruto en España ronda los 28.000 euros. En cambio, si nos dijeran que el patrimonio del potentado asciende a 2.000 millones de euros, o a más de 200.000 millones de euros, como era el caso, ya nos da un poco igual. A efectos prácticos, a las personas normales se nos escapan esas magnitudes. Aunque parezca increíble y suene fatal, con los muertos sucede lo mismo.
Se estima que la pandemia del COVID-19 provocó entre 19 y 36 millones de fallecidos en todo el mundo. La horquilla es muy amplia, pero no precisamos concretar más la cifra para entender la devastación que trajo aquella enfermedad. Ni siquiera necesitamos hoy las imágenes de cientos de ataúdes esperando en una morgue para recordar la pérdida y el dolor de aquellos meses.
Ocurre algo parecido con las guerras. La invasión de Ucrania ha dejado en tres años más de medio millón de muertos, el triple de víctimas registradas en la Guerra de los Balcanes durante toda la década de los noventa. Cadáver arriba, cadáver abajo, son dos salvajadas que comparten una característica común: ambas fueron promovidas en nombre de un nacionalismo expansionista.
Pero si hablamos de ideologías capaces de provocar crímenes en masa, el oro y la plata se lo llevan el comunismo y el nazismo, por este orden. Cien millones de muertos en China, la Unión Soviética, Camboya, Corea del Norte… y unos doce millones en nombre del Tercer Reich (la mitad judíos, pero también romaníes, rusos, polacos, serbios, homosexuales, negros, personas con alguna discapacidad, prisioneros de guerra…). Una minoría de historiadores considera estas cifras exageradas. Pero, a efectos de medir el terror, ¿qué más dan cien y doce millones de muertos, que ochenta y diez?
Entre el comunismo y el fascismo existe, por un lado, una gran diferencia, y por otro, un rasgo que los iguala. La diferencia estriba en que hoy un fascista es un apestado político, alguien que debe ser combatido porque supone una amenaza para el sistema de libertades públicas instaurado en las democracias liberales. Por el contrario, un comunista puede ser ministro en la cuarta economía del euro, predicar sobre la paz mundial y repartir lecciones morales sin ponerse colorado.
Hace tiempo que el comunismo y el fascismo dejaron de presumir en público de sus crímenes, pero es curioso observar cómo coinciden en su fascinación por la violencia como herramienta para alcanzar sus objetivos. Violencia de baja intensidad, le llaman ahora, porque asesinar a los adversarios políticos tiene mala prensa.
José Antonio Primo de Rivera se presentó a las elecciones liderando a Falange Española y definiendo a su partido como una fuerza antiparlamentaria. En su discurso fundacional afirmó: «no está ahí nuestro sitio (en el Congreso de los Diputados). Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto… Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y, en lo alto, las estrellas». No me digan que esta prédica inflamada no la hubiera pronunciado con la misma emoción en 2012 Pablo Iglesias, el día que convocaba a la extrema izquierda para rodear el Congreso porque no le gustaba la mayoría parlamentaria.
No hace falta ser historiador para saber cómo han acabado todos estos experimentos de «parlamento callejero», en acertada expresión de la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, una socialdemócrata que ha criticado entre el asombro y la indignación el apoyo de Pedro Sánchez a los manifestantes que consiguieron interrumpir la Vuelta a España. Lo hicieron derribando vallas y agrediendo a policías, no enarbolando banderas pacíficamente. Aquí tampoco se discute si fueron 20 o 200 los antidisturbios heridos, o si sólo hubo dos detenidos (porque había orden de evitar cualquier carga policial). Lo que se cuestiona es el alineamiento del presidente de un país de la Unión Europea con esa forma de protestar. Es una posición que coloca a España fuera de los estándares democráticos, y a Sánchez a la altura de Marine Le Pen.