«Querido Viejo Partido», así se referían los estadounidenses a su Partido Demócrata, años atrás. E igualmente, lo hacían muchísimos españoles que hallaban en las siglas del Partido Popular el refugio y comprensión a sus ideas, a sus creencias políticas e incluso éticas o morales. Eran los tiempos en los cuales uno sabía qué significaba votar al Partido Popular. Sin embargo, esos tiempos quedaron en el recuerdo. Las razones de tal desazón están en las andanzas de sus ministros, de sus dirigentes, que semeja que jamás pisan la calle, sino que levitan sobre el bien y el mal.
Una excelente y admirada articulista lamentaba, días atrás, que si el Gobierno no dice apenas nada sobre el separatismo es porque no tiene nada que decir, a pesar de las tremendas denuncias por las acciones de los catalanes independentistas. Y cuando habla es para comprometer a quienes sí lo hacen mediante la instrucción de causas penales por presuntos delitos. «Tenemos que engañar al Estado», gritaba Arturo Mas, tiempo atrás. Y semeja que ahora es Montoro quién ansia engañar a los ciudadanos, poniendo en entredicho la actuación de jueces, fiscales y acusaciones particulares, al aludir a que «no hay malversación de caudales públicos» en las cuentas de la Generalitat. La motivación de ese seguidismo de la ministra alemana, igual no solamente se halla en su equidistancia con la socialdemocracia, sino en que la vigilancia del ministro de Hacienda no ha sido tan exquisita como era deseable y ahora justifica negando la mayor cuando ha fallado en la menor. Y la Guardia Civil estupefacta por la puesta en tela de juicio de su ímproba labor en el destripe de todo el entramado independentista, desde los mossos hasta la cúpula, pasando por las organizaciones separatistas que si algo tienen es ánimo de lucro. Unas organizaciones que, sin lugar a dudas, han actuado de testaferros de Puigdemont y de todos quienes le acompañan en su lucha contra el «opresor español» del cual no desprecian sus dineros ni para comprar las «urnas chinas».
Y si Montoro deberá demostrar ante el juez la validez de su afirmación, el ministro Zoido deberá dar explicaciones en el Congreso de esos nombramientos para altos cargos en Mossos y en Bomberos recaídos en destacados elementos independentistas. Y es que, no solamente se lo pregunta C,s, sino también millones de españoles que no comprendemos la necesidad de tales conductas, cuando otras, más perentorias, cual el cambio en la dirección de TV3, siguen sin producirse. Es como si les encantase a los miembros del gobierno dormir con su enemigo. Y así, entre alucinación y pesadilla, aguardaremos la respuesta del ministro Dastis a las inquisiciones acerca de qué están haciendo nuestras embajadas en Europa para contrarrestar la magnífica estela propagandista de las «embajadas» catalanas. Aunque ya sea demasiado tarde, como mínimo ese figura de ministro debiera esforzarse en minimizar —imposible eliminar —, «el perjuicio que ha podido causar en la imagen exterior de España la propaganda secesionista», en palabras del socialista Ignacio Sánchez-Amor.
Pero, no, Montoro desbarra, Zoido nombra y Dastis hiberna, mientras el Ministro portavoz, que debiera callar, proclama que «el estudio del español está fuera de peligro en Cataluña», cuando de todos es sabido que el desprecio a la lengua común no es sino una simple consecuencia del ansia de imposición del catalán — Queremos vivir en catalán, gritan — en el Principado, más sus anhelados aledaños, Valencia y Baleares. Exigir catalán para poder tocar la flauta en la Sinfónica es demostración de que la música no es un objetivo para la Consellera del ramo. La colonización vehementemente deseada de todo lo balear por el espíritu del catalán de Barcelona pasa por endilgarnos anuncios radiofónicos en ese dialecto estándar o por sustituir el Día del Libro — indeseable memoria de la muerte de Cervantes, de Shakespeare y de Inca Garcilaso de la Vega — por el de la rosa o de san Jorge.
Y el silencio en el Partido Popular, es el compañero ideal de la mediocridad. Ya no es por «mala fortuna» el que gobierne quién nunca ha ganado, sino del desastre ocasionado por un inflado gobernante que hizo de la soberbia un estandarte y de la falta de coraje de algunos consellers un lema. Ambos, más un cúmulo de errores, provocaron la «mala fortuna» de la pérdida de quince diputados y el gobierno de todas las instituciones políticas de las islas. Y ahora, desde el asilo de la orfandad, ante palabras, ante conductas, ante silencios, vemos como aquel «Dear Old Party», que antaño fue el Partido Popular, se aproxima, a pasos agigantados, a un «Dead Old Party», a un «Difunto Viejo Partido». Y más infortunio es que no se vislumbre en el horizonte esperanza de que la «mala fortuna» se desvanezca, aprisionados, Partido y Gobierno, por el alto funcionariado, desprovisto de todo espíritu político.
Y mientras Cifuentes, más respaldada que Rita, está desaparecida en combate, a Borja Semper se le escapa un trapicheo con la política penitenciaria. Están sembrando la semilla de la serpiente y del hacha de la cual nacerán los presupuestos del estado. Y los obispos vascos y navarros, felices. O sea, a la capitulación la llamarán victoria.