Las investigaciones acerca del escandaloso e indecente asunto de la presunta venta por parte de dos catedráticos de la UIB como medicamento contra el cáncer de una substancia no aprobada como tal y completamente ineficaz, que la policía ha denominado “Operación Impía”, el nombre no podía ser más apropiado, están poniendo al descubierto hechos que cada vez resultan más comprometedores para la propia universidad y sus órganos de gobierno.
En estos días se ha conocido la existencia de comunicaciones por escrito de una o dos investigadoras, en las que exponían sus dudas acerca de la veracidad o fiabilidad de algunos de los datos de los informes científicos que formaban parte de la solicitud para obtener la patente y que, en consecuencia, retiraban sus nombres de dicha aplicación.
También se ha sabido que, al parecer, dichos escritos fueron ignorados o desdeñados por parte de uno o dos de los vicerrectores de la UIB, considerándolos como “rumores”, o “palabra de uno contra la de otro”.
Con independencia de la investigación policial y judicial, que seguirá su curso y llegará a donde tenga que llegar, la UIB se juega su prestigio y, sobre todo, el de sus titulaciones y, por tanto, el futuro de miles de licenciados y doctores, que pueden ver como el reconocimiento de su formación y sus títulos se ve severamente comprometido por este infame asunto.
La revelación de que hace por los menos tres años que algún vicerrector tenía conocimiento, aunque fuera indiciario, de posibles hechos tan graves como la falsedad en datos científicos surgidos de estudios e investigaciones realizados en la universidad, y que no se habría hecho nada para aclararlo, es demoledora para su reputación. El rectorado y la junta de gobierno de la UIB deben realizar una exhaustiva investigación interna, deben dar explicaciones diáfanas y completas y deben asumir las responsabilidades que correspondan, incluyendo dimisiones si fueren pertinentes.
