El sábado por la noche estaba con un buen amigo volviendo a casa después de salir a tomar unas copas por el Paseo Marítimo de Palma cuando de repente un bigardo con acento del Norte de África nos increpó llamándonos maricones y haciendo gala de sus músculos y buscando la agresión física de la cual nos escabullimos después de que nos insultase sin venir a cuento.
Está claro que esto nos podría haber pasado con alguien autóctono pero no es el caso y es algo a lo que hace dos días que estoy dando vueltas sin parar. No soy partidario de muros, vallas infranqueables ni de leyes antiinmigración rozando el fascismo pero si creo que a los inmigrantes habría que hacerles unos tests de aptitud y no permitir que cualquier desgraciado machista, homófobo o con cualquier otra tara inaceptable llegue a nuestro país como si nada.
Hemos peleado durante décadas para conseguir que España sea un país moderno, en el que los gays y lesbianas puedan casarse y ser iguales ante la Ley como para que ahora vengan algunos de
fuera a imponernos sus costumbres y vuelvan a meternos el miedo en el cuerpo. Algo no se está haciendo bien cuando pasa todo esto. Luego nos extraña cuando llega un populista y arrasa en unas elecciones y eso que en Europa desgraciadamente aún nos queda mucho por ver en este sentido.
Es muy difícil escribir esta columna sin rozar los límites de lo que para algunos sería racismo pero os juro que no es un tema que tenga nada que ver con el color de la piel. Es algo sobre costumbres y tradiciones que en España no tienen cabida y si a alguien no le gustan nuestras leyes lo que debería hacer es pensárselo dos veces antes de venir. Yo no soy buen cristiano así que nadie espere que yo ponga la otra mejilla. Nuestros políticos deberían coger el toro por los cuernos sin agarrársela con papel de fumar y deberían hacer que la Ley fuese igual para todos, tanto para los de dentro como para los de fuera.
Tenemos que ser un país de acogida pero sin tener que encogernos.
