Hace unos años una de las personas más informadas y mejor conectadas con el mundo empresarial de Baleares se encontró a Santiago Abascal en una plaza de toros andaluza. Era un momento de apogeo del fenómeno VOX, y numerosos aficionados rodeaban al político para sacarse una foto con él. Esta persona se acercó, y Abascal se giró con amabilidad hacia ella para componer la imagen: “disculpa, no me quiero sacar una foto contigo, sólo quería decirte que tengas cuidado con tu gente en Mallorca porque tiene peligro y cualquier día te van a meter en un buen lío”. Abascal se quedó sorprendido, y contestó: “no es esa la información que yo tengo”. “Pues infórmate mejor, y si quieres detalles te los puedo dar”.
En la sede de VOX en Madrid tienen constancia hace tiempo de las andanzas del que fuera su líder en Baleares. Y no me refiero a críticas que tienen su origen en las cuitas internas entre rivales de la misma formación política, sino a las que provienen de empresarios que en su momento colaboraron en su financiación, y en la de otros partidos y fundaciones que fueron el germen de VOX en Baleares.
A nadie mínimamente informado le ha podido sorprender el contenido de la carta que la actual presidenta de VOX en Baleares envió a la dirección nacional de su partido denunciando irregularidades en la gestión económica del grupo parlamentario. Conociendo un poco a los protagonistas, ni siquiera llama la atención la crudeza de algunas expresiones. Puto Santi, y tal y tal. Si haces del exabrupto la piedra angular de tu discurso público, es lógico que el escupitajo termine salpicando a los compañeros.
Que la implosión de VOX en Baleares fuera previsible no le resta gravedad al episodio tan chusco que hemos vivido esta semana. Cinco diputados “críticos” expulsan del grupo parlamentario a la presidenta de su partido y a otro diputado que, casualmente, es la segunda autoridad de Baleares. Comparece la portavoz parlamentaria rebelde para comunicarlo y, sin admitir preguntas, explica que se ha decidido por “mayoría absoluta del grupo” basándose en “cuestiones de organización interna”. Uno se pregunta en qué momento un cargo público pierde por completo el sentido del ridículo y el respeto mínimo que debe a la ciudadanía que representa. Un guionista de Netflix hubiera descartado este capítulo por inverosímil.
Se ha de reconocer que esperábamos algo más de la nueva política. Uno recuerda con cierta ternura los tiempos no tan lejanos en que defendía el bipartidismo imperfecto. La respuesta consistía en una sarta de lecciones sobre democracia, pluralismo, diversidad… Si hablamos de series de ficción política, Borgen hizo mucho daño. En Dinamarca las cosas deben funcionar de otra manera, pero en España la atomización del voto acercó al poder a los Ceacescu de Galapagar, sacó de las catacumbas a nostálgicos de la Falange que se ponían la camisa azul una vez al año y dio protagonismo a un grotesco Napoleón maniobrando desde Waterloo.
Nuestro sistema electoral permite que partidos muy pequeños adquieran una capacidad de influencia desproporcionada en relación con sus resultados en las urnas. Y eso no es lo peor, porque les habilita para convertirse en maquinarias que acumulan poder y recursos al servicio exclusivo de intereses personales. Esto es más difícil que suceda en partidos con vocación mayoritaria que no se pueden permitir contentar a unos pocos. Deben ir con algo más cuidado a la hora de organizar sainetes, porque perder la mitad de su electorado puede significar su desaparición. Si mañana hubiera elecciones en Baleares a VOX le daría lo mismo sacar ocho diputados que tres, siempre y cuando fueran necesarios para conformar una mayoría de gobierno.
Los culpables de esta perversión son el PSOE y el PP, aunque no en la misma proporción. El cordón sanitario que inventó Zapatero contra el centro-derecha en España es la kriptonita que hace poderosas a unas minorías que defienden proyectos que chocan contra el interés general del país. Estas fuerzas políticas tensionan el tablero hacia los extremos impidiendo unos pactos de Estado tan necesarios como la lluvia en Cataluña. La peor sequía en España de los últimos años es la de los grandes consensos.
Tiene su gracia que los partidos más pequeños se terminen convirtiendo en los chiringuitos más grandes para darse la vida padre, con escasos controles internos y sin rendir demasiadas cuentas. Y es aún más chistoso que una formación como VOX, que profesa una especial admiración por el mundo castrense, termine funcionando como el ejército de Pancho Villa, con cuartelazos de diputados que disparan supositorios, como en la guerra de Gila.





