El acuerdo de hace unas semanas entre los gobiernos de Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (ARYM) para resolver la cuestión del nombre de la exrepública yugoslava, ha provocado una crisis política en Atenas que puede suponer el final del gobierno de Alexis Tsipras y la convocatoria de unas elecciones anticipadas de resultado incierto, que podrían devolver al país heleno a un escenario de inestabilidad política y económica, con repercusiones sobre su deuda pública y su equilibrio financiero que causarían sacudidas en la eurozona y en la UE en general.
Desde la desmembración de Yugoslavia, Grecia se ha opuesto firmemente a que la república yugoslava de Macedonia se llamara Macedonia, reclamando que era un nombre exclusivamente griego, correspondiente a su región nororiental cuya capital es Salónica (o Tesalónica). Es curioso que Grecia nunca puso demasiados peros al nombre mientras Macedonia era un territorio, una república federada, de Yugoslavia y, en cambio, pasó a una beligerancia radical en contra cuando se convirtió en país independiente.
La postura griega, que implicaba el bloqueo a cualquier negociación de adhesión del nuevo país a la UE, obligó a buscar un compromiso provisional, que consistió en establecer la denominación Antigua República Yugoslava de Macedonia, que fue con la que el país entró a formar parte de la ONU y como viene siendo oficialmente reconocido desde entonces, si bien tampoco satisfizo a los griegos, que mantenían un veto, al menos parcial, y, por supuesto, tampoco satisfacía a los propios macedonios, ya que no deja de ser un nombre ridículo, que , además, mantiene la marca “yugoslava”, de la que todos sus antiguos miembros quieren alejarse.
Tras las sucesivas independencias del imperio otomano, las fronteras que delimitaron los nuevos estados dejaron, como siempre suele ocurrir en los imperios plurinacionales, minorías étnicas dentro de cada territorio. Grecia siempre fue, y sigue siendo, muy reticente al reconocimiento y respeto de la minoría eslava macedonia, muy al contrario, su política ha sido la de la asimilación. Ahora, tras largas negociaciones, se ha llegado a un acuerdo para que la ARYM pase a llamarse Macedonia del Norte, acuerdo que debe ser ratificado por los parlamentos de ambas naciones.
El parlamento de Skopje ya lo ha aprobado, pese a que entre los macedonios también hay una minoría de nacionalistas exaltados que no querían ceder y consideran que el nombre de su país debería ser simplemente República de Macedonis, como consta en su constitución, pero el acuerdo y la necesaria reforma constitucional para su cumplimiento fueron finalmente ratificados por una mayoría parlamentaria suficiente.
El problema ha surgido en Grecia, donde no solo la oposición conservadora se opone, en un movimiento que parece más bien una maniobra de reivindicación nacionalista oportunista para debilitar al gobierno, más que un auténtico convencimiento de patriotismo exacerbado, sino que Pannos Kamenos presidente del pequeño partido Griegos Independientes, nacionalista de derechas y socio de gobierno, que con apenas una decena de diputados completaba la mayoría, ha anunciado que presenta su dimisión como ministro de defensa y abandona el gobierno, lo que implica que Siriza queda en minoría y ha motivado al primer ministro Tsipras a presentar una moción de confianza en el parlamento que, de no ganar, provocaría la inmediata convocatoria de elecciones anticipadas.
En el ambiente de desencanto con el gobierno de Siriza por su sumisión, obligada, a los dictados de la Troika en política económica, que mantiene a la mayoría del pueblo griego en una precariedad desesperante y sin perspectivas de mejora, y de exaltación nacionalista y de rechazo a la UE, es posible que la oposición conservadora gane las elecciones, pero lejos de la mayoría absoluta y que se produzca un importante aumento de votos de la extrema derecha fascista de Alba Dorada, en consonancia con lo que está ocurriendo en casi toda Europa, con consecuencias difíciles de predecir para la estabilidad de Grecia y, por extensión, del euro y de la UE.
Produce perplejidad, desconcierto, estupefacción, que una simple disputa por un nombre pueda tener consecuencias nefastas para un país y, quizás, para todo un continente, pero este parece ser el signo de los tiempos. La exacerbación nacionalista, la obcecación particularista, la cerrazón aislacionista, la negación del otro, el revanchismo, la xenofobia, el racismo y la intransigencia están floreciendo en Europa como ya lo hicieron en los años 30 del siglo pasado.
Todos sabemos cómo acabó y pensábamos que nos habíamos vacunado contra el desastre, pero Europa ha envejecido y, como casi todos los viejos, se ha vuelto miedosa, timorata, pusilánime y, debido a la demencia senil, está olvidando su historia reciente, esperemos que no hasta el punto de repetirla.