OPINIÓN

Moral y hooliganismo

«La infertilidad no se resuelve obligando a otras mujeres a ser madres». Marta Carmona, diputada de pelo azul de Mas Madrid, se dirigía así a Ayuso. La presidenta de la Comunidad de Madrid había pedido a Pedro Sánchez que no le diera leccioncitas sobre el aborto, que ella había sufrido dos involuntarios y que había sido doloroso. Marta Carmona, con su pelo azul y de manera bastante cruel, atribuyó las objeciones de Ayuso a una frustración por no haber sido madre.

Unos días antes Irene Montero, muy necesitada de asuntos ante la evidencia de que los palestinos han decidido tomar en sus manos el «genocidio» y matarse entre ellos, recriminaba también a Ayuso sus reparos hacia el aborto. Montero señaló que no es que la presidenta esté preocupada por un supuesto derecho a la vida del nasciturus, sino que desea restringir la libertad de las mujeres por un deseo de fastidiar habitual en la derecha. Esta reacción de Montero es la habitual: esta facha tiene que tener una intención oculta porque es impensable que tenga estándares morales más estrictos que yo.

Y luego están los especímenes más marginales. Máximo Pradera, siempre obligado a doblar la apuesta para ver si le dan un programa de televisión (a fin de cuentas ahí están Sara Santaolalla  y Gonzalo Miró), dijo: «la choni confunde el embarazo malogrado (la mujer desea seguir adelante pero la bioquímica se cruza en su camino) con la interrupción voluntaria del embarazo en la que la mujer “se cruza en los designios de Dios”».

Lo sorprendente en todos estos casos no es tanto la crueldad ante los embarazos malogrados de Ayuso, sino la exhibición indisimulada de la crueldad. Como normalmente ocultamos nuestras peores facetas para no ser repudiados por el grupo, debemos suponer que todos ellos, Montero, Pradera y la del pelo azul, estaban convencidos de que sus respectivos comentarios no iban a ser considerados malignos en su tribu. Lo cierto es que, para gran parte de la izquierda, el aborto es algo que no necesita explicaciones, y por tanto todo el que expresa dudas no merece más que desprecio acompañado de rasgado de vestiduras. El propio Máximo Pradera parece creer que las objeciones al aborto derivan necesariamente de una especie de fundamentalismo religioso, y convierte así las objeciones morales en fanatismo. Es extraño porque yo, que ni siquiera soy creyente, las tengo.

Carolina Bescansa aventuró el otro día en Onda Cero una explicación definitiva: el derecho al aborto deriva de la «soberanía de la mujer sobre su propio cuerpo». Y punto. Carolina Bescansa desconcierta al principio porque expresa una profunda convicción en sus posiciones, que induce a sus oyentes a pensar que sabe algo que ellos desconocen. Pero cuando se le escucha algunas veces, y se comprueba que se expresa con la misma confianza en posiciones disparatadas, se descubre el truco: su seguridad no proviene de la solidez de sus argumentos, sino de su sectarismo. Ella parece haber interiorizado, con gran naturalidad, que todo lo que ella defiende es necesariamente bueno porque es lo que defienden los suyos. Ventajas de estar en el lado correcto de la historia.

Pero el argumento definitivo de Bescansa no se sostiene muy bien: es difícil aceptar que es parte del propio cuerpo de una algo que tiene distinto contenido genético. De hecho la mitad de los genes del feto corresponden al padre, que en estos asuntos suele quedar fuera de la ecuación. Bescansa confunde desarrollarse en el cuerpo con ser parte del cuerpo, y en todo caso ninguna de las dos circunstancias justificaría necesariamente un derecho a abortar.  Porque es obvio que existe un interés, el del nasciturus, que no necesariamente coincide con el de la madre, y los que alegan reparos morales entienden que este interés debe ser protegido. ¿Hasta dónde debería llegar la protección? Sobre esto, no existe una línea nítida.

Pero el feto no es «un puñado de células» (como a veces es descrito de forma bastante frívola) sino un proyecto de persona. Si el embarazo no se interrumpe, de forma espontánea o voluntaria, el proyecto culminará en un nuevo humano, y de hecho el término «abortar» refleja exactamente, no la eliminación de unas células o una parte del cuerpo, sino la frustración de un proyecto. 

El aborto puede ser, en determinadas circunstancias, un mal menor, pero pretender incluirlo como un derecho en la Constitución chirría bastante. Para empezar ¿dónde estaría? ¿Junto al derecho a la vida, la libertad y la dignidad (excepto las del nasciturus)? ¿Más bien (siguiendo la doctrina Bescansa) junto al derecho de propiedad? Pero además el derecho al aborto choca con una concepción general de los derechos como algo en todo caso deseable. Es obvio que cuanta más libertad haya es mejor, pero ¿se puede decir que cuantos más abortos mejor? Ahora mismo se producen 100.000 abortos anuales en España. ¿Sería mejor si fueran 200.000?

No, no soy tan ingenuo como para no darme cuenta de que a Sánchez las cuestiones morales del aborto le traen sin cuidado; quizás incluso sea incapaz de percibirlas. Este es simplemente un nuevo escenario en el que centrar el foco, lejos de los problemas de corrupción que lo acosan, después de Gaza y antes de Franco. Pero hay un debate moral en el aborto, y lo peor que se puede hacer es enfocarlo como ahora mismo se está haciendo: con ánimo de polarizar (o proporcionar temas de discusión alternativos) y desechando las objeciones como fruto del oscurantismo religioso.

Fernando Navarro

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Fernando Navarro

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