De vez en cuando servidor hace un forzado reset, normalmente asociado a algún trancazo o similar. Si tuviera que titular una novela sobre ello sin duda lo haría como El tiempo entre frenadoles.
Pues bien, una de las escasísimas cosas buenas que tienen mis indeseados parones de unos días en la actividad cotidiana es que, por lo visto, en esa situación, aunque mi cuerpo tiene clara tendencia a la catatonia, mis pequeñas células grises -inolvidable Poirot- siguen trabajando en modo automático.
Total, que, una vez recuperadas mis constantes vitales, me viene a la cabeza -vete a saber desde dónde- aquello de lo que hoy quería hablarles.
Como a cualquier persona mínimamente crítica y adulta, me preocupa crecientemente la paradoja en la que nos encontramos los ciudadanos con relación a la información. Jamás había sido tan fácil acceder al conocimiento de los más ínfimos detalles de un hecho histórico o actual, o de un personaje y, sin embargo, esta enorme ventana a la realidad requiere, más que nunca, un especial entrenamiento en los destinatarios para distinguir la verdadera información y la genuina opinión de todo lo demás.
Más allá de las fake news, los bulos de variopinto origen o la miríada de zumbados de toda condición que pululan por las redes, le daba vueltas estos días al flaco favor que hacen bastantes medios de comunicación al mezclar en columnas, tribunas y debates de sus respectivos soportes a opinadores honestos, de cualquier ideología o extracción intelectual, con activistas políticos, sean del color que sean.
Es un engaño, una trampa para el ciudadano, en la que quienes juegan al maniqueísmo político partidario han conseguido atrapar a lo que antaño podíamos distinguir claramente como fuentes de información “seria”.
En la España y en el mundo de 2025, pedir opinión sobre cualquier aspecto de actualidad a quienes rigen su vida por consignas en lugar de razonamientos es un ejercicio inútil de hallar una a todas luces ilusoria pluralidad.
De qué sirve acudir a una tertulia radiofónica o televisiva con el ánimo de aportar ideas y opiniones con el fin de que el ciudadano tome del conjunto de las expresadas aquello que le parezca más relevante si en ellas se tiene que entablar debate con quienes no opinan jamás nada distinto de aquello que las formaciones políticas a las que están ligados les han dicho que opinen.
La información y la consigna pertenecen a dos disciplinas distintas, a saber, el periodismo -que, obviamente, no solo lo hacen los profesionales- y la propaganda. Goebbels y sus descendientes de cualquier color intentan refundirlas, pero siguen siendo como el agua y el aceite.
Una mal llamada tertulia (si Quinto Séptimo Florenso, conocido como Tertuliano, levantara la cabeza) entre representantes de los partidos políticos no es sino la reproducción en miniatura de las miserias de nuestro paupérrimo parlamentarismo. En ellas, nadie debate nada, porque para debatir es necesario escuchar y respetar a quien opine distinto y, sobre todo, estar dispuesto a cuestionar las propias posiciones, y eso, en la maniquea lógica actual de los partidos, se considera como una muestra de debilidad.
Pero todavía es mucho peor cuando en un mismo foro se entremezclan analistas y activistas, porque las armas de unos y otros no son las mismas. Sinceramente, ante la desfachatez intelectual con que un político defiende lo indefendible porque le va el sueldo en ello me quedo absolutamente inerme. Para ti la perra gorda, hala.
Desde un medio como este, que, sin renunciar a su legítimo posicionamiento editorial es ejemplo en el respeto a la pluralidad política y social, reivindico el periodismo de opinión y denuncio el infecto parasitismo que padece en todo el orbe la información veraz y la opinión honesta por parte de quienes no son otra cosa que hooligans de su respectivo partido.





