Asturias es un paraíso natural, donde los Picos de Europa y el mar Cantábrico bailan armónicamente al son de las gaitas. En ese rincón del norte, donde comenzó la reconquista de España, apenas hay espacio para las prisas. No es extraño que seamos muchos los que, procedentes de todo el planeta, elegimos cualquiera de sus concejos para oxigenar nuestras neuronas.
Esa Comunidad, con pocos habitantes menos que la nuestra, ocupa más del doble de superficie y es sensiblemente más abrupta, por lo que sus encantos se difuminan por doquier así que alcanzarlos resulta una misión tan compleja como navegar con mar arbolada. Por ese motivo, el artículo 174 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea reconoce la singularidad de las zonas montañosas, las islas y las zonas poco pobladas. Estas son algunas de las desventajas que nos unen a muchos pueblos al reivindicar un trato diferencial en relación con otros territorios, pero no son las únicas que deberíamos recordar cuando reclamamos una mejor dotación pública.
Con un PIB de casi 4.000€ más per cápita, la deuda autonómica balear también duplica la asturiana, a pesar de que su salario medio muy similar y su tasa de paro está 7 puntos por debajo. Una situación competitiva, comprometida para el Principado, por la difícil viabilidad de la minería del carbón, la industria siderometalúrgica o la construcción naval; lo que ha inducido al desarrollo del sector terciario, ya tan preponderante como en nuestras islas. No se puede decir que los asturianos no se esfuerzan tanto o más que cualquier otro paisano de la vieja piel de toro, aunque muchas de las compañías afincadas allí tengan su domicilio social registrado en Madrid o Barcelona. Por esa circunstancia, apenas merecen nuestro respeto cuando tenemos a bien comparar balanzas fiscales para justificar reivindicaciones egocéntricas.
En un lugar donde descubres gente notable, que derrocha más sidra que palabras y todavía protege la naturaleza de todos como si fuera solo suya, es imposible olvidarse de sus encantos y de su magia. Tampoco debemos perder de vista que en territorios como el astur puedes circular sesenta kilómetros sin encontrar donde repostar, que la climatología les es adversa la mitad del año, que hay pueblos donde llega el médico una vez al mes o el pan cada dos días y que tiene la tasa de mortalidad más alta del Estado. De ese modo dejaremos de sentirnos el ombligo del mundo y los únicos merecedores de una atención diferenciada, porque resulta lamentable que estemos haciendo añicos el espíritu que promovió la Carta Magna y olvidando el más elemental respeto al Estado de Derecho y la cohesión interna.
En breve, el frágil Gobierno central deberá afrontar el reto de implementar la financiación regional, sin recurrir a la asimetría, para que todos los ciudadanos podamos tener acceso a semejante nivel de bienestar, sin tener en cuenta dónde se viva. Entonces, pero también cada día, conviene salir de casa y abrir bien los ojos para conocer y comparar, porque la demagogia tiene en el egoísmo y la ignorancia su más fructífero caldo de cultivo.
Deberíamos tener claro que Asturias, Castellón, Salamanca, Teruel o Navarra están llenas de cosas que admirar y no hay más ciego que el secesionista que no quiere ver, más allá de sus miserias.