Trastos viejos, al desván

Seguro que les ha pasado. Llega un momento en el que todo lo que se supone que funciona correctamente se estropea, sin razón aparente y a la vez.

La gran estafa de la obsolescencia programada nos obliga a asumir que cada pocos años (cada vez menos) todos los artilugios nacidos para facilitarnos la vida van a requerir una costosa revisión o una renovación completa.

Podemos tratar de parar el golpe recurriendo al clásico “manitas”, familiar o no, para que nos haga un apaño que consiga estirar la agonía unos meses más y no tener que hacer frente a la vez a todos los costes de la reposición.

Pero la realidad se acaba imponiendo, implacable, y en ciclos cada vez más cortos nos tenemos que enfrentar a esta alienante tesitura.

Con las instituciones políticas está sucediendo exactamente lo mismo. En esta profunda crisis que atravesamos nos hemos dado cuenta de que nuestras instituciones están obsoletas, ya sea en su diseño o en su funcionamiento, y que necesitamos revisar todo nuestro entramado político y jurídico para renovarlo, con el propósito no de alargar la agonía de la decrepitud sino de tejer una red institucional fuerte que soporte el peso del futuro.

Nuestras instituciones están viejunas. Pero además están mal construidas. Nacieron diseñadas para templar gaitas en un momento tan difícil como convulso, y superadas esas dificultades puntuales su diseño a medida se ha visto superado por las circunstancias.

Treinta y seis años después de aprobarse la Constitución Española, los ciudadanos que la votaron son minoría. La mayor parte de la sociedad actual o ni siquiera había nacido en 1978 o no tenía edad suficiente para votarla.

La Monarquía heredada directamente del General Franco ni tan siquiera fue objeto de debate y votación. Era un paquete de todo incluido que, como las lentejas, tomabas o dejabas.

La estructura bicameral de representación política nunca ha servido para separar la representación territorial de la representación puramente proporcional e ideológica, y nadie entiende para qué se necesita un Senado cuyas funciones aun están por revelarse.

La organización territorial del Estado debe ser revisada en profundidad, especialmente por personas que no crean vivir aun en la Edad Media y ser los depositarios de no se sabe qué virtudes y esencias patrias.

Deberá revisarse también el sistema electoral. Las listas abiertas, el fin del prietas las filas de los partidos, la bajada del telón del teatrillo infame en el que se han convertido el Congreso, el Senado y los Parlamentos Autonómicos, en los que uno puede vaticinar con un 100% de acierto el resultado exacto de toooodas las votaciones…

Igual que deberá revisarse el sistema de elección de los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial y de todos cuantos organismos articulen los poderes y contrapoderes de los que habló el infeliz de Montesquieu.

Es el mejor momento para hacerlo porque no tenemos elección. O repasamos a fondo nuestras instituciones, sin límites, sin vetos, sin líneas rojas, o seremos una suerte de Italia, un país caótico en manos de auténtica gentuza que vive en crisis institucional desde 1945 y que lleva varios años gobernada por políticos a los que nadie ha votado.

No es el momento de tirar de nuestra agenda buscando al “manitas” de turno, ni al iluminado que se presenta a las europeas sabiendo que la circunscripción única le favorece para obtener un escaño y cinco años de buena vida.

Necesitamos a los buenos, a los que saben.

Y puedo estar muy equivocado, pero no tengo duda de que existe gente sin afán de protagonismo, con experiencia y altísimo nivel de conocimientos que, desde diferentes puntos de partida ideológicos, serían capaces de reparar y renovar todo lo que hoy está roto.

Propongo buscarlos. Propongo encargarles el trabajo de crear una nueva estructura institucional que, apoyándose en la existente, nos permita afrontar el futuro con solidez, con transparencia, con independencia, con participación y con más democracia. Y que su propuesta sea analizada y votada en referéndum por los ciudadanos.

Porque la democracia no es elegir cada cuatro años a unas personas para que cumplan o incumplan un programa electoral. La democracia también es poder decidir cómo queremos vivir, en qué condiciones, con qué instituciones, con qué derechos, con qué obligaciones y cargas, cómo elegiremos a nuestros representantes, cómo debe ser nuestro modelo de Estado… y un sinfín de cuestiones que, al amparo de la razón de Estado y otros argumentos fatuos, se hurtan de nuestro legítimo derecho a ostentar el poder político, que debe ser el primer objetivo de la ciudadanía.

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