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Un tranvía llamado deseo

Siete décadas más tarde media Humanidad n se derrite contemplando la imagen poderosa y sexual de Marlon Brando sudando bajo una camiseta blanca en Un tranvía llamado deseo. Fue una lástima que esta semana el presidente del Gobierno más guapo de la historia de España tuviera que enfundarse en una bata hipoalergénica desechable para anunciar en Palma el enésimo proyecto de un tranvía para la ciudad. No será por proyectos, porque el primero se hizo público hace 23 años.

Los asesores monclovitas de Marlon Sánchez no anduvieron listos. Ese mismo anuncio transpirando en vaqueros y camiseta blanca, escuchando de fondo los acordes dramáticos de la banda sonora de la película de Elia Kazan y, de seguido, abandonar el atril de un salto para hacerse la foto rodeado de las kellys. Hubiera sido una puesta en escena imbatible para transmitir la imagen del gobierno de la gente.

En realidad Sánchez no vino a seducir, sino a ser seducido. Como el personaje de Vivien Leigh en la peli, en los últimos años Francina Armengol ha hecho casi de todo para conquistar políticamente a Pedro, o al menos para hacerle olvidar aquella infidelidad precongresual con Patxi López. Rehabilitado el vasco como portavoz parlamentario en el Congreso, y en mitad de una rebelión fiscal contra Ferraz en varias comunidades autónomas gobernadas por el PSOE, Armengol ha visto su oportunidad.

El aluvión de cifras que Armengol soltó el pasado martes durante su discurso en el debate sobre el estado de la Comunidad a unos les sacó de su letargo político y a otros les mareó. Como siempre ocurre con estos manguerazos peronistas, está por ver hasta dónde el exceso de burocracia permite que llegue ese dinero, y si 200 euros para actividades extraescolares -el coste de un par de meses de clases de inglés- son capaces de mover el voto de un partido a otro después de dos años de pandemia y una inflación de dos dígitos.

Ni en Castilla-La Mancha, ni en Canarias, ni en Aragon, ni en la Comunidad Valenciana hay de momento suficientes pobres de solemnidad como para activar un populismo barato a base de paguitas que les permita a sus presidentes socialistas mantenerse en el poder después de las elecciones autonómicas de Mayo. Por eso todos ellos se han zafado del corsé de hierro fiscal impuesto por Moncloa y han optado por rebajas generalizadas de impuestos. Sí, generalizadas, porque el impacto de la subida de precios, de la factura eléctrica y de las cuotas hipotecarias es generalizado. Todos, menos Francina.

Dejando al margen el interés de la clase media trabajadora -porque España todavía no es Bangladesh, y en Baleares una pareja con dos hijos que declara de manera conjunta 60.000 euros anuales es clase media trabajadora por muy de izquierdas que seas- Armengol ha sido inteligente y ha presentado un “escudo social” que en realidad solo le blinda ella misma.

Si en Mayo mantiene el cargo se podrá reivindicar como baronesa leal al líder supremo en momentos de zozobra demoscópica, y recuperar así su favor frente al resto de felones que lo traicionaron bajando el IRPF a la mayoría de ciudadanos. Si los electores la sacan del Consolat de Mar podrá objetar que siguió hasta el final las directrices del jefe y solicitarle asilo político en Bruselas o en cualquier otro retiro dorado. Es una jugada maestra, porque pase lo que pase la posición de Armengol mejora. Eso sí, a costa del bolsillo de todos los contribuyentes y endeudando para el resto de su vida a esos chavales de las actividades extraescolares.

Un tranvía llamado deseo está basada en la obra de teatro homónima de Tennessee Williams. Casi al final de la representación Blanche Dubois, el personaje central femenino que mantiene una turbulenta relación de atracción y odio con Stanley Kowalski (Marlon Brando), en sus horas más bajas abandona su altanería y confiesa: “Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”.

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