Quería hacerme a la idea de qué vale un crucero por el Egeo y, para ello, entré en un mayorista de esos que operan en todo el mundo, para saber los precios, si operan en diciembre, etcétera. Estuve unos minutos viendo aquello y basta: confirmé que no tenía interés y me quise olvidar del asunto. Pero, desde ese día, hace hoy unas dos semanas, en todas las páginas en las que entro, si hay un banner de publicidad, allí me salen ofertas de cruceros por el Egeo, por el Mediterráneo Oriental, la Chipre de ensueño, encanto cretense, Santorini te espera, etcétera. No existe ni velomar, ni patera, ni chiringuito en el Egeo que no me esté persiguiendo de web en web para meterme el viaje por los ojos, como los Testigos de Jehová que no hay manera de despedir amistosamente en la puerta de casa. Temo correr el visillo de casa y que pase un camión con un cartel con Mikonos como promoción, o encender la radio y que me salga Teodorakis. Esta es la prueba del tremendo fracaso de todas las políticas para la Protección de Datos que está llevando a cabo España. Hicimos una ley para evitar esto, para que el acoso comercial tuvieran unos límites y, en cambio, hemos conseguido obstaculizar la vida diaria pero no lo que buscábamos. Mientras un griego acaba de asomarse por el desagüe de mi ducha, yo no puedo poner las listas con las notas de mis alumnos porque, dicen, eso atenta contra su privacidad (ya saben, los griegos van por los centros de enseñanza buscando listas de notas para después enviar publicidad a casa); a la vez que hemos complicado la vida a las empresas que no me acosaban, me siguen llamando por teléfono para ofrecerme cambiarme de operadora. Me da que con este asunto vamos tan por detrás como en la persecución del doping en el deporte: cuando llegamos a los mailings postales, los perseguidos ya han abandonado y se han sumado a la técnica de las cookies, que es algo que tengo aquí dentro de mi pantalla pero que no veo.
