Asimetrías

La situación actual es que “el PP desconfía del Tribunal Constitucional y el PSOE desconfía del Tribunal Supremo”. Las simetrías son siempre atractivas y nos permiten situarnos virtuosamente en la equidistancia: qué obtusos son los extremos que yo denuncio desde mi posición ecuánime. Esta en concreto se construía en una emisora nacional, para deleite compartido de los tertulianos (y no era la SER, de la que habría sido esperable). Supone que ambos tribunales están maniobrando, cada uno siguiendo las oscuras instrucciones políticas de un partido, y eso hace desconfiar al contrario. El Constitucional con los ERE, y el Supremo con la amnistía: son tal para cual, ni uno ni otro, ni para ti ni para mí, ni chicha ni limoná. La equidistancia puede ser profundamente injusta porque, además de errar en el diagnóstico, lo hace con una vitola de neutralidad y ponderación, y eso la convierte en insidiosa. ¿Son comparables las actuaciones del Constitucional y el Supremo? Pues no.

El Tribunal Constitucional se está dedicando a desmontar cuidadosamente el caso ERE y a aliviar las penas de los condenados socialistas, dicho sea sin ánimo polisémico. Para ello retuerce la interpretación de las normas y, sobre todo, sobrepasa completamente sus competencias hasta situarse en la cúspide del poder judicial -del que no forma parte- para poder revisar las sentencias del Supremo. Es algo absolutamente inédito, que sólo podría ocurrir con un gobernante con vocación de autócrata que entiende la política como un mero juego en el que, además, es admisible -y recomendable- hacer trampas.

¿Y el Supremo? ¿Se resiste a aplicar la amnistía de acuerdo con la voluntad de Sánchez? Pues posiblemente sí. “Se resisten a aplicar la clara voluntad del legislador” se quejan los socialistas. La cuestión es que esa “voluntad del legislador” está viciada de antemano. En una democracia saludable el parlamento aprueba leyes que son impersonales y abstractas: están destinadas a aplicarse a todos los que queden incluidos dentro de unos supuestos que define de forma abstracta. Y, no hace falta decirlo, estas leyes se aprueban para ordenar la comunidad, no en beneficio propio. Los tribunales, por su parte, se encargan de interpretar esas leyes impersonales y abstractas para aplicarlas a los casos concretos, y para que encajen de forma armoniosa con el resto del ordenamiento.

Todo eso, insisto, en un mundo normal. Pero ocurre que la de amnistía fue una ley ad-hoc, destinada a rescatar de los tribunales a personas concretas que incluso intervinieron en su redacción. Y no fue diseñada para mejorar la comunidad, sino como una mera transacción: su objetivo era comprar siete votos para mantener el poder. Es normal que el Supremo se resista a ese rescate corrupto de las personas que estaba juzgando, y no existe equidistancia posible entre las acciones de un tribunal obscenamente politizado y otro que se resiste a la politización de la justicia. Porque, como recordaba ayer David Mejía “el Supremo insiste porque con impunidad no hay justicia, y el Gobierno insiste porque sin impunidad no hay gobierno”

Lo peor, además, es el relato, y con la amnistía Sánchez admitió el de los nacionalistas: el golpe de estado estaba justificado por la opresión española, y si los golpistas fueron condenados fue por el lawfare de una justicia corrompida. Por eso, como dijo Felipe González, con la amnistía no perdonamos sino que pedimos perdón. Y el relato que se asume al rescatar a los condenados por la corrupción de los EREs también se basa implícitamente en el lawfare: no es que los socialistas, pobres víctimas, fueran corruptos, es que la justicia maniobró con el PP en contra de ellos.

Por eso no hay equidistancia posible en este caso. Todo la desvergüenza está en uno de los platillos, la balanza está completamente descompensada, y el que pretende hacer equilibrios en el medio cae inevitablemente hacia ese lado.

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