Baleares ha alcanzado este 2025 los 1,25 millones de habitantes. Esta cifra, por sí sola, ya sería motivo de análisis. Sin embargo, lo que verdaderamente merece la atención de la clase política, de las instituciones y de la ciudadanía es el ritmo y las implicaciones de este crecimiento. En apenas una década, el archipiélago ha visto cómo su población se ha incrementado en más de 230.000 personas, y lo ha hecho en un contexto de gran dinamismo migratorio: el crecimiento de la población extranjera en Baleares triplica al de la población de nacionalidad española, según confirmaba esta semana el INE.
Esta tendencia tiene consecuencias profundas en la vida social, económica y territorial de las islas. La cuestión no es sólo cuántos somos, sino cómo vivimos, cómo convivimos y qué margen de maniobra tiene el sistema para absorber esta expansión sin sacrificar la cohesión ni la calidad de vida.
Las islas han entrado en una dinámica de presión permanente sobre sus infraestructuras. Desde las redes viarias hasta el abastecimiento energético o el ciclo del agua, el sistema se ve exigido cada vez más allá de sus capacidades previstas. Las carreteras de Mallorca, por ejemplo, experimentan diariamente niveles de congestión más propios de áreas metropolitanas que de territorios insulares. Lo mismo sucede con el transporte público, cuya demanda aumenta sin que la oferta se adapte con la misma velocidad.
Los municipios, especialmente en las zonas costeras y en las áreas metropolitanas de Palma e Ibiza, ven cómo la necesidad de nuevas escuelas, centros de salud, viviendas y equipamientos sociales supera con creces los calendarios y presupuestos de ejecución pública.
El crecimiento de la población, en un territorio limitado como el de Baleares, exige una política de planificación territorial y social rigurosa, transversal y sostenida en el tiempo
El crecimiento poblacional no es neutro desde el punto de vista del bienestar. La sanidad y la educación, pilares del Estado del bienestar, se enfrentan a desafíos estructurales. Las listas de espera en atención primaria y en especialidades siguen al alza, y muchos centros escolares funcionan al borde de su capacidad, con aulas saturadas y dificultades para incorporar nuevo profesorado ante la falta de vivienda asequible.
A ello se suma una administración autonómica y municipal que no ha escalado en proporción al aumento de la demanda. Los servicios sociales, la atención a la dependencia o la gestión administrativa se resienten ante la falta de personal y recursos.
Más allá de la logística y los números, el verdadero reto de Baleares es el de la cohesión social. Un 19,5 por ciento de la población actual es extranjera, lo que representa una de las tasas más altas de toda España. Esto no debe ser leído como una amenaza, sino como una oportunidad de pluralidad, dinamismo cultural y riqueza social. Pero esa oportunidad sólo se materializa si existen políticas de integración efectivas; es esencial invertir en programas de integración, formación lingüística, participación comunitaria y mediación intercultural. El modelo de convivencia de las islas depende, en buena medida, de cómo se aborde esta realidad.
El crecimiento de la población, en un territorio limitado como el de Baleares, exige una política de planificación territorial y social rigurosa, transversal y sostenida en el tiempo. No bastará con sumar viviendas o ampliar las carreteras -ambas cosas, imprescindibles-; se necesita, además, un modelo que piense el futuro desde la sostenibilidad y la equidad. Porque la presión humana sobre el territorio tiene consecuencias ambientales y sociales. Será necesario planificar para anticiparse. No simplemente reaccionar a los datos del padrón.





