Barcelona secuestrada

La huelga de taxis de Barcelona y, sobre todo, la obstrucción al tráfico rodado de las Rondas, el bloqueo de la Gran Via y el Passeig de Gràcia y, por tanto, del tráfico, la circulación de vehículos y la movilidad en la urbe, está produciendo un enorme perjuicio a la ciudad y a sus ciudadanos, que se añade a las huelgas del personal de algunas compañías aéreas y de Renfe. Si añadimos la amenaza de los taxistas de aliarse con camioneros y cerrar los accesos al puerto y aeropuerto y la frontera con Francia, tendremos una tormenta perfecta sobre la ciudad condal.

En estos momentos Barcelona, los barceloneses y la economía catalana, y en cierta medida la española, son rehenes de un colectivo que, aunque tiene razón en una gran parte de sus reivindicaciones, está actuando con una desmesura absoluta y con un componente de amenaza chulesca más propio de organizaciones mafiosas que de corporaciones democráticas.

Especialmente grave e inaceptable es la violencia desatada contra vehículos VTC, incluyendo agresiones físicas a conductores e, incluso, pasajeros. Y muy grave es que las condenas por parte de los líderes y organizaciones de los taxistas han sido tibias y más formales que verdaderas y el hecho de que las agresiones continúan.

Pero lo peor de todo es la absoluta incapacidad de las administraciones para impedir el gravísimo perjuicio que de una manera injusta e ilegal se está infringiendo a los ciudadanos, barceloneses, visitantes y turistas. El derecho de huelga está regulado por ley y las de los servicios públicos, y el taxi lo es, llevan aparejados unos servicios mínimos. Los taxistas de Barcelona están haciendo una huelga salvaje que no debería ser consentida, como tampoco es aceptable el bloqueo de aeropuertos, carreteras y vías urbanas.

Es llamativa, y desmoralizante, la inactividad, la desidia, de todos los gobiernos, central, autonómico y municipal. Nadie ha sido capaz de prever ni impedir el desaguisado y nadie parece estar dispuesto a hacer lo necesario para detener el abuso.

La fiscalía, que tanta diligencia pone últimamente en perseguir supuestos delitos de odio por parte de independentistas, no parece que esté empeñada en el rápido esclarecimiento de las agresiones de estos días, ni en la detención de los culpables.

Especialmente repugnante es la actitud de la alcaldesa Ada Colau, una auténtica especialista en derivar responsabilidades hacia otras administraciones y rehuir las propias. Intente usted aparcar un vehículo en mitad del cruce de Gran Via con Passeig de Gràcia a mediodía de un día cualquiera y comprobará la rapidez con la que aparecerá la policía municipal, que le multará y, si no se lleva el coche, la grúa municipal lo hará por usted y tendrá que pagar el servicio. Barcelona tiene varios miles de policías municipales que, se supone, están para servir y proteger a los ciudadanos y velar por la convivencia, no solo para poner multas de tráfico, que es a lo que suelen dedicarse con fruición.

Y la delegada del gobierno central es la máxima responsable del orden público y no parece que haya sido, ni esté siendo, muy diligente en su preservación.

No dudo de que los taxistas tienen motivos y razones para quejarse e incluso para llegar a la huelga, pero no tienen derecho a paralizar una ciudad y a tomar como rehenes a sus habitantes y, mucho menos, a agredir a personas que están desempeñando su trabajo o a sus pasajeros.

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