La fidelidad, la lealtad, es una virtud que se inculcaba desde la época de los romanos. Semper Fidelis, era una de las máximas de las legiones. Pero sobre todo de sus generales. Ser fiel a los principios y ser fiel a los superiores y a los camaradas. Ser fiel significa que cuando un jefe te da una orden equivocada o sus actos son un error, no debes decirle lo que sus oídos quieren escuchar, debes decirle tu parecer, tu opinión… pero inmediatamente debes ponerte a su disposición, a sus órdenes. “Yo ya te he dicho lo que pienso, estas equivocado y vas a hacer daño a mucha gente”, deberías decirle al jefe, pero debes concluir con: “pero yo haré lo que tú ordenes”. Antes, la fidelidad se reconocía, se valoraba y se tenía como principal virtud de un colaborador. Hoy, la nueva empresa y las nuevas organizaciones ya no valoran la fidelidad. Algunos se creen que la fidelidad se consigue pagando. Están muy equivocados. Uno es fiel si quiere serlo. Y si es coherente, jamás se dejaría comprar. Uno puede ser muy profesional, pero no fiel. Muy colaborador, pero no fiel. La fidelidad es el resultado de la actitud del jefe ante sus colaboradores o subordinados. Ya lo dijo el cantar del Mio Cid: que buen vasallo si hubiese buen señor. Conozco a un gran empresario de las islas que elegía a sus hombres de confianza según la fidelidad que le demostraban. No le importaba tanto sus conocimientos o sus títulos universitarios, lo más importante era que fuese fiel a la empresa y al empresario, al jefe. Así ha hecho su fortuna y su imperio. Otros que no saben ser jefes, se creen que, “aquí mando yo y al que se mueva, no sale en la foto”. Ya lo dijo Alfonso Guerra, otro que tal: “A los amigos, el culo y a los enemigos, por el culo”.
