Desde mi más tierna infancia (como se suele decir, aun sabiendo que, generalmente, las infancias no acostumbran a ser períodos excesivamente tiernos sino más bien molestos y desagradables: sin ningún tipo de autocontrol sobre mocos, excrementos, orines varios y dispersos; con movimientos musculares inútiles y ausencia total de criterio –en este sentido, el bebé se asemeja a algunos personajes de la clase política, sobre todo española, incluidas las autonomías y gobiernos locales- además de falta absoluta de raciocinio y de la más mínima lógica: ¡terrible época, pues, la primeriza!); desde mi más tierna infancia, decía, he sentido auténtica admiración y respeto por los odontólogos, vulgarmente apellidados dentistas.
Los miembros de esta digna profesión son personas simpáticas y entretenidas que, a base de meter mano en el interior de las cavidades bucales humanas, se han ganado, a través de la historia, un lugar privilegiado en la escala de valores sociales y en la defensa de los derechos civiles universales.
Pertenecen –los miembros de este colectivo- a la clase de personas amables, distendidas, afables, con clase y elegancia innatas; gentes de buena fe, artesanos del bien común, merecedores de todos los elogios que el léxico ha inventado. Son auténticos ángeles, espíritu puro.
El texto que acabo de escribir lo creé in mente ayer por la mañana, mientras mi particular dentista me pegaba un meneo de mil demonios que me dejó tieso; sublimé mi magnífica sensación de placer y bienestar imaginando este artículo. Como terapia, sin lugar a dudas, funcionó a la perfección. Recomiendo encarecidamente a mis posibles lectores que realicen este simple ejercicio cada vez que su “Ángel de la Guarda Dental y Molar” introduzca sus finas manos enguantadas (las del dentista) en sus sutiles bocazas (las de ustedes).
Poseen los dentistas, sin embargo, un leve defecto: dan conversación al cliente con el total convencimiento de que la víctima no puede responder al hallarse –frente a tantas virtudes del maestro- con la boca abierta… de admiración por su trabajo y dedicación.
De mayor me gustaría ser dentista, pero con una sola condición: a los clientes los escogeré yo personalmente; los sacaré de mi agenda personal.





