Bruselas lava más blanco

El lamentable asunto de las avalanchas de subsaharianos que pretenden alcanzar territorio español, con el colofón del luctuoso episodio de la semana pasada, ha dado lugar a toda una serie de intervenciones políticas, a cual más ruin.

De la oposición socialista y comunistoide era esperable su habitual dosis de demagogia barata, asentada sobre la poca memoria del respetable, que pronto olvida que muchas de las medidas fronterizas que ahora escandalizan tanto fueron establecidas por los gobiernos del PSOE.

Con independencia de si la actuación de la Guardia Civil fue más o menos afortunada, lo que debemos preguntarnos es si acaso los socialistas pretenden una apertura total de las fronteras y que salga el sol por Antequera -como, sin duda, abogan en Izquierda Unida-, o si sólo están tocando los bemoles con el fin de desgastar al gobierno, que excuso explicarles porqué compite en ineptitud con los de ZP.

Ahora bien, de todas las intervenciones oídas, las de los burócratas comunitarios son las que logran alcanzar el podio de la hipocresía.

Que belgas y franceses, por ejemplo, se quejen del trato que damos a los pobres desgraciados que se ven obligados a abandonar su país y su familia para buscarse el pan en la rica Europa, poniendo en riesgo su vida, clama al cielo.

Porque, amigos, salvo de la pintoresca Guinea Ecuatorial, España no es responsable en absoluto de las condiciones en que se produjo la descolonización del África subsahariana, pero estos que ahora se hacen los dignos sí, y tanto.

El rey de los belgas, el tal Leopoldo II, carnicero donde los haya, montó un cortijo en el centro de África de dimensiones colosales que era, nada menos, que de su propiedad exclusiva. Pues bien, semejante sátrapa inició la senda de los asesinatos masivos que ha sido marca de la casa en el África de los grandes lagos hasta hoy mismo y causa última de su endémica miseria. Naturalmente, no hay que desdeñar en absoluto la propia intervención de los africanos en todas estas salvajadas, pero lo cierto es que el fundador de la limpieza étnica fue el blanco, blanquísimo, Leopoldo Luis Felipe María Víctor de Sajonia Coburgo. Bélgica, sede de nuestra capital europea, patria de los mejillones con patatas fritas y de los asesinos de niñas con jardín funerario, no puede, por tanto, darnos lecciones de absolutamente nada, y menos del trato dispensado a los seres humanos de esa zona del mundo, cuya miseria no es más que la herencia de su política exterior.

Ni Francia, ni Portugal, ni siquiera el Reino Unido, pueden tampoco ponerse muy estupendos, porque si bien en el caso británico la situación social de sus excolonias es francamente mejor que las de las demás potencias coloniales, los países del Golfo de Guinea, por ejemplo, no son precisamente un dechado de virtudes.

Está claro que España e Italia constituyen la primera línea de intervención en este drama humano, por razones puramente geográficas, pero cuando los gerifaltes comunitarios tengan que volver a reñirnos que, por favor, tengan preparado un Airbus en el aeropuerto de Melilla con destino a Bruselas. Sin duda, despacharemos ese vuelo con total diligencia, para que ellos puedan lavar su conciencia, aunque haga falta algo más que toneladas de lejía para ello.

 

 

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