Buen diagnóstico

En la medicina, antes de establecer la idoneidad de una prueba, analizamos su “valor predictivo”, definido como la capacidad que tiene un test para identificar a los afectados y solo a los afectados.

El valor predictivo se cuantifica. Es el producto de la sensibilidad por la especificidad. Solo interesan las técnicas que tienen una sensibilidad elevada - dan positivo en la gran mayoría de los afectados y una especificidad alta -pruebas que al dar positivo, la posibilidad que se sufra la enfermedad también es alta-.

En la práctica clínica, desechamos, por razones obvias, los test insensibles o inespecíficos. Las técnicas con un valor bajo para predecir una enfermedad se descartan. Dan muchos problemas, multiplican los falsos positivos y los falsos negativos y dan pie al sobrediagnóstico  y a la génesis de enfermos imaginarios.

En el mundo del derecho las consideraciones sobre el método científico tienen poco o nada que ver. Las sociedades se regulan, dentro de una determinada cultura y los principios básicos de legalidad, con normas basadas en mayorías, modas, consensos, estados de opinión y oportunismo.

La violencia de género, en una sociedad claramente machista, es una de las lacras más difíciles de controlar y erradicar. Produce daño, dolor y muerte, especialmente en las mujeres. Todos los esfuerzos para identificar a verdugos y víctimas estarán bien empleados.

En este sentido, las normas aprobadas para luchar contra la violencia de género tienen unos objetivos claros. Están dirigidas a reducir todas las manifestaciones de violencia, el  maltrato, las amenazas o coacciones y en especial las más graves, las agresiones que pueden acabar con la vida de las víctimas. Esta es la esencia, el espíritu que inspira la legislación aprobada para frenarla.

La duda es si hemos acertado con el instrumento. La Ley contra la violencia de género divide a la ciudadanía. La discriminación positiva destinada a la protección de las mujeres, genera un agrio y encendido debate entre defensores y detractores. Una parte de la población tiene serias dudas sobre su efectividad. Una parte muy importante de la sociedad cree que es un instrumento con manifiestas debilidades, injusto y vejatorio para muchos ciudadanos inocentes.

Desde su entrada en vigor se han producido más de un millón de denuncias. Una de cada tres se retira. El ochenta por ciento se archivan. Dos de cada diez acaban en condena. Un porcentaje nada despreciable se perciben como falsas. Sin embargo, ocho de cada diez denunciados inocentes, exonerados de toda culpa, han sido detenidos y encerrados. El número de denuncias no para de aumentar y el de muertes por violencia de género también. Más de la mitad de las mujeres agredidas no habían interpuesto denuncia alguna.

La aplicación de la ley se comporta como poco sensible y poco especifica. La relación entre la posibilidad que un denunciado sea culpable y que solo sean denunciados los culpables es muy baja. El valor predictivo, aplicado a la experiencia acumulada con la ley de violencia de género es tan bajo, que en medicina seria descartada. De hecho, los clínicos que utilizaran un test con este valor predictivo se convertirían en profesionales negligentes, en profesionales que estarían actuando fuera del estado del conocimiento. Serian apartados del ejercicio profesional.

Por esta misma regla, es difícil compartir las declaraciones de Juan Fernando López Aguilar, padre político de la norma, en las que afirma que la disfunción en la aplicación de la ley es un riesgo asumible. De hecho, no sabemos si sigue pensando lo mismo. En realidad, en aplicación de su propia ley, a día de hoy, ignoramos si es verdugo o víctima.

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