Burkas, burkinis y hábitos

A finales de la legislatura 2007-2011, el grupo municipal de Unió Mallorquina en el ayuntamiento de Palma presentó una proposición al pleno para la prohibición del uso público de las prendas que ocultasen por completo el rostro de las mujeres, tales como las llamadas Burka y Niqab, que ya comenzaban a verse en nuestras calles.

La entonces alcaldesa socialista, Aina Calvo, y los grupos de la izquierda que le daban apoyo rechazaron tal posibilidad, aludiendo a la libertad individual.

Es el mismo error de concepto que esgrimen aquellos que ahora se escandalizan con las medidas adoptadas por las autoridades francesas que pretenden atajar de raíz la presencia de los llamados ‘burkinis’ en las playas galas.

No existe un problema de libertad, ni aun menos un problema de libertad religiosa. El Islam no impone a la mujer tales atributos, por más que el retroceso cultural de muchos países musulmanes pretenda reinstaurar costumbres medievales que poco tienen que ver con la religión y mucho con la cosificación de la mujer.

El burkini es una estrategia yihadista de propaganda más, urdida para dejarnos bien claro que están aquí, que los dementes que abogan por la ejecución de todos aquellos que no comulgan con sus creencias –religiosas o simplemente fanáticas- han venido para quedarse y para infestar cualquier espacio de libertad como, por supuesto, son las playas de occidente, donde hombres y mujeres tienen el derecho a bañarse, incluso, como Dios los trajo al mundo.

A esas musulmanas voluntaria o forzosamente cosificadas y convertidas en meros instrumentos de sus captores o carceleros masculinos –sean padres, hermanos, maridos, hijos, vecinos o imanes- les importa poco tomar el sol o bañarse en las playas francesas, lo que quieren es, simplemente, intimidarnos, desafiarnos, cagarse en la Revolución Francesa, en todo lo que representa, y en el humanismo cristiano que fundamenta moralmente la civilización occidental, incluso de un país tan laico y laicista como nuestra vecina república.

Por supuesto, ya han surgido voces clamando a favor de quienes se bañan ante nuestros ojos disfrazadas de bolsas de basura. Son los mismos que, aprovechando el debate, cuelgan fotografías de religiosas católicas vistiendo hábito o penitentes en procesión, buscando vomitivas comparaciones para consumo de la plebe facilona.

La diferencia obvia, que no espero que semejantes mentes perciban, está en que, más allá de que las monjas no se bañan en el mar vistiendo hábito, nadie obliga a una mujer a profesar como religiosa católica. El estado no la azotará si no lo hace, sus vecinos hombres no le escupirán ni la tratarán de puta si decide no ser monja, pintarse los ojos, perfumarse, calzar tacones de aguja, casarse con un hombre o una mujer, o acostarse con cuarenta, o vestirse con pantalones, o bañarse en la playa en topless o desnuda; ningún sacerdote católico llamará a la lapidación de esa joven que decida hacer lo que le dé la gana, o que no vaya a misa los domingos y fiestas de guardar, o que ose hablar con un hombre que no sea pariente suyo.

Y, desde luego, hace falta ser muy miserable para comparar a un mero instrumento del yihadismo -cuya finalidad, no lo olviden, es nuestro exterminio-, como son las mujeres musulmanas lamentablemente cosificadas, con aquellas otras personas que, por una opción personal y religiosa, dedican su entera vida a los demás en labores como la educación, la sanidad, la atención a los más desvalidos o en las misiones del tercer mundo, como sin duda tuvimos oportunidad de comprobar con ocasión de la ya casi olvidada epidemia africana del ébola, cuando muchos religiosas y religiosos católicos dieron materialmente su vida por el prójimo, inclusive por muchos fieles musulmanes.

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