Nuestra capacidad de asombro no tiene límite y, afortunadamente, no nos acostumbramos al rosario de noticias escandalosas que nos sacuden a diario hasta la náusea y nos previenen de cómo debe ser el purgatorio, por culpa de quienes han querido tocar el cielo, sólo estirando el brazo. Es difícil consolarse con que la independencia de poderes funciona y que estamos ahora confesando los pecados que cometimos anónimamente en el pasado, porque da la impresión de que a los actos de contricción no se suma el propósito real de enmienda y quedan muchos aún por recibir la penitencia.
No cabe duda de que el próximo barómetro sociológico añadirá puntos porcentuales a la corrupción y el fraude, en su escalada por encabezar el ranking del mayor problema que tiene España, con el permiso del paro. La licenciosa vida de algunos desvergonzados no debería empañar la actividad pública, ejercida por miles de abnegados empleados del ciudadano, si no fuera por la tibia respuesta con la que la clase política acoge un caos del que es responsable. Ayer sabíamos que unas distribuidoras de medicamentos y decenas de farmacias habían exportado irregularmente sus productos para obtener un plus, a costa del erario y la salud pública. También nos desayunamos a menudo con abogados, periodistas, jueces, arquitectos, sacerdotes, maestros, empresarios o policías que han delinquido por ánimo de lucro o sólo por un egoísta desprecio a todo el resto. La diferencia con los políticos, protagonistas de un elevado número de vergonzantes actividades, es que estos sí que tienen poder por delegación del que nosotros le otorgamos y porque en sus manos, no en las nuestras, está la capacidad de legislar y aplicar contundentemente un remedio.
Nuestra democracia está enferma y corre peligro de acabar súbitamente una etapa de convivencia, modélica en occidente. El riesgo no lo ven sólo los analistas apocalípticos, sino quienes percibimos tal nivel de desencanto, que a muchos pacientes resignados ya no les da miedo el curandero. Es como si hubiéramos aniquilado de nuestro sistema la flora bacteriana saprófita, sin ser conscientes de que ahora podrá infectarnos cualquier virus.
Si las reformas constitucionales convenientes no son posibles en un clima preelectoral, cuando son varios los comicios en ciernes, el Gobierno de España debería abordar sin dilación la reforma del Código Penal o la Ley de enjuiciamiento criminal, los aforamientos excesivos, la cualificación de sus dirigentes, la limitación temporal y competencial de un cargo público, la retribución de la cohorte de querubines soplando fanfarrias, la dotación adecuada para aumentar la eficiencia policial y, sobre todo, los recursos necesarios para agilizar la acción de la justicia y condenar al delincuente. Es imprescindible que recuperemos la confianza en nuestros valores y no se extienda más la mancha, si queremos evitar que, cuando el Presidente dice que “el que la hace la paga”, tengamos la sensación de que es sólo un titular de prensa trufado de hipocresía.
Pedir perdón no basta, aunque no sobra, pero los últimos sucesos acaecidos en el mundo financiero, que han afectado universalmente a quienes tenían que ver con la caja, la tensión secesionista y la crisis del Ébola han sido el abono al caldo de cultivo, en el que están proliferando algunas cepas contra las que no habrá antibiótico que sirva. Sería deseable que el próximo resultado del CIS, que recogerá la intención de voto actual, despierte a las fuerzas políticas de su letárgico juego de pasar la bola y que, al respirar el aliento del lobo, no tengan más remedio que afrontar decididamente la necesaria catarsis social para poner a salvo a Caperucita y el futuro de nuestros hijos.