Chungo

Advertencia previa dirigida a aquellas personas que se dispongan a leer este artículo: les acabo de meter un golazo por la escuadra. Imagino que a ustedes, lectores, les pasará como a mí, que arrastro una hartura considerable con la ingente cantidad de artículos o comentarios referidos al flamante presidente de Estados Unidos de América, el tal Donald Trump. Un servidor está hasta los mismísimos de tragar opiniones varias -aunque casi todas en la misma dirección- sobre este personajillo que intenta emular a mi ídolo favorito el “pequeño Nicolás” sin conseguir llegarle a la altura de los zapatos o, si me apuran, a la altura del betún. Es por este hartazgo que me produce todo lo que se está escribiendo (o viendo u oyendo) que he omitido en el título de este papel el nombre del susodicho poeta de la política (me refiero a Trump, no al gran Nicolasete). He actuado con suma putería; de nada. Si hubieran leído la palabra Trump en el título me hubieran ignorado de inmediato; así, de esta forma, aunque sean ustedes pocos, ya les tengo en el saco. Ahora aguanten. De todos modos, debo confesarles que el título que finalmente he elegido para hacerles caer en el mezquino embeleco (chungo) es el mejor adjetivo que he encontrado para situar al poderoso mandamás. Una cosa va por la otra tal y como dicen en Cabrahigos.

Llevo siguiendo los discursos, las entrevistas y sobre todo los tuits del caballero Trump desde sus inicios como político y lo cierto es que, a cada comentario que suelta, me quedo más fascinado, más magnetizado. Es irrefutable que, como buen lenguaraz (o deslenguado, si lo prefieren), el porcentaje de sandeces que liberan sus irrefrenables fauces es de órdago. Las necedades que dimanan continuamente de su cerebelo oculto tras el penacho de pelo rubio oxigenado a mansalva, son casi abusivas, exorbitantes, desmesuradas. Las afirmaciones a que nos tiene ya lamentablemente acostumbrados, aglutinan todas las parcelas de la sinrazón humana: desde las cuestiones simplemente sociales a la temática inmigrante, pasando por el sexo, la diplomacia internacional o el sentido común, así en genérico. No hay pensamiento racional que se le resista; su ideología está plagada de demagogia en estado puro y en ella escasean, en su práctica totalidad, aquellos valores morales que representan los avances de las democracias occidentales más avanzadas, con más tradición de representatividad, de tolerancia y de diálogo (el diálogo auténtico, no el del dúo Soraya-Mariano, que es de juguete). Insisto en que no retrato al mozo yanqui según lo que comenta la prensa o las redes sociales sino a través de sus comentarios directos que, por carencia evidente de espacio, no les puedo ir desgranando; aunque que les voy a contar yo que ustedes no sepan.

Si su razonamiento mental está más vacíó que un agujero, su aspecto exterior deviene un memorable homenaje al mal gusto; por su aspecto externo, si hubiera nacido durante el siglo de Pericles, ya lo habrían desterrado, no se diera el caso que proyectara la construcción de un templo o la reescritura de La Odisea, con los mismos parámetros que su residencia dorada en Nueva York. La gran base filosófica que soporta su persona tiene un solo nombre: el dólar; y gracias. Ese es el hombre que va a poner al mundo -no lo duden- en un brete de dimensiones desconocidas. Terrible. Peligroso.

Berlusconi, Il Cavaliere, debe de estar muriéndose de vergüenza ajena. Por lo menos, el político italiano, con todos sus defectos que son muchos, había bebido de las fuentes de Maquiavelo y había aprendido a disponer de una audacia que, sin duda, era más inteligente; con mayor clase, vamos.

Yo sólo pido que Dios (o alguien más a mano, el propio Partido Republicano americano) nos ampare y que tengamos -como se les solía decir a las parteras- tengamos una hora bien corta.

¡Ufffff, como de descansado me he quedado!

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