Cuando muere una gran actriz o un gran actor cuyos estrenos habíamos visto o seguido en el cine quizás ya desde nuestra infancia, nuestra adolescencia o nuestra primera juventud, en cierta forma morimos también un poco nosotros mismos.
Esa sensación personal en la que se entremezclan la tristeza por una pérdida y la melancolía por el irreversible paso del tiempo, se va acrecentando conforme nos vamos haciendo mayores y van desapareciendo todos aquellos referentes cinematográficos que, en sentido literal, formaban parte de nuestra vida, en ocasiones incluso de lo mejor o lo más hermoso de ella.
Así nos sentimos muchos aficionados al séptimo arte la pasada semana con la desaparición de Robert Redford y esta misma semana con el fallecimiento de Claudia Cardinale.
Recuerdo hoy que las dos primeras películas que vi de esta maravillosa actriz italiana en el cine fueron no de estreno, sino de reestreno, a mediados de los años ochenta, en los Multicines Chaplin. Primero fue El gatopardo (1963) y poco después Rocco y sus hermanos (1960), dos obras maestras absolutas de mi admirado Luchino Visconti.
Temáticamente eran dos obras muy distintas, pues en una se nos mostraba la progresiva decadencia de la nobleza siciliana a finales del siglo XIX y en otra contemplábamos la rápida industrialización de Milán a principios de los años sesenta. Aun así, había un evidente nexo de unión entre ambas, que era el hecho de que Visconti nos contaba esas dos historias desde la perspectiva de sendas familias, aristocrática en un caso y campesina en otro, que sentían que no acababan de encajar del todo en una realidad social y política constantemente cambiante.
En Rocco y sus hermanos, Claudia Cardinale había tenido aún un papel secundario, como la humilde ama de casa Ginetta, pero en El gatopardo tuvo ya un protagonismo absoluto, junto a Burt Lancaster y Alain Delon, encarnando a la joven Angelica, arquetipo perfecto de la floreciente burguesía finisecular italiana.
La carrera cinematográfica de Cardinale había empezado a finales de los años cincuenta, pero sería ya en la década siguiente cuando muy posiblemente vivió su mejor momento profesional, no sólo por aquellos dos trabajos con Visconti, sino también porque en aquella época participó igualmente en filmes hoy ya míticos como La chica de la maleta, Ocho y medio, La pantera rosa, Los profesionales —rodada en Hollywood en 1966— o Hasta que llegó su hora.
Claudia Cardinale era un poco más joven que Gina Lollobrigida y Monica Vitti, y de la misma generación que Sofía Loren y Virna Lisi, cuatro actrices también italianas que, como ella, triunfaron literalmente en todo el mundo. Las cinco tenían además en común su gran versatilidad, pues estaban dotadas tanto para la comedia como para el melodrama o cualquier otro género.
En el caso concreto de Cardinale, recuerdo haberla visto actuar en producciones tan diferentes como Jesús de Nazaret, Evasión en Atenea o La piel, que fue la última película que vi de ella en una sala cinematográfica, a principios de los ochenta, en el Metropolitan Palace.
Aun así, seguí disfrutando de sus películas en televisión y, además, siempre estuve al tanto de sus posteriores trabajos y de los reconocimientos que, muy merecidamente, fue recibiendo a lo largo de los últimos años. Por ello, este martes me entristeció de verdad saber que había fallecido, al igual que me ocurrió hace apenas unos pocos días con Robert Redford.
Cuando muere una gran actriz o un gran actor que hemos querido y admirado a lo largo del tiempo, resulta casi inevitable que muy a menudo sintamos pena y aflicción, aun cuando en el fondo sepamos que habrá ya para siempre una estrella reluciente más en el firmamento.





