Cuesta trabajo

Hace poco más de siglo y cuarto que Chicago se convirtió en el origen de una revuelta social, que no ha concluido todavía, a pesar de las muchas conquistas que ha logrado el sindicalismo hasta ahora. Aunque este primero de mayo tiene una réplica el lunes próximo en el Reino Unido y los norteamericanos lo posponen al Labor Day en septiembre, el desgaste de las organizaciones más representativas ha restado protagonismo a las reivindicaciones, convirtiéndose el día de hoy en una jornada lúdica, que solo celebra quien está ocupado, aunque no cotice ni tribute.
En los tiempos que vivimos, las jornadas laborales no son tan desmesuradas ni esclavizantes como las que provocaron la revuelta de Haymarket, pero muchos de los derechos conquistados han perdido sentido en una crisis que ha aliviado por el sumidero el utópico bienestar al que aspiramos. La espada de Damocles del desempleo sigue encabezando la lista de problemas que nos acucian, aún hoy en día y a pesar de la inicipiente recuperación, por lo que el instinto de supervivencia supera la tentación de dar un paso al frente mientras alzas la mano, salvo para ofrecerte voluntario. Esta tensión ha elevado la insolidaridad y la frustración, por lo que no solo se trabaja menos, sino que también se trabaja a desgana.
No cabe rehusar, por muy liberal que uno sea, que la desigual extensión y profundidad del zarpazo sobre el frágil mercado laboral español, que desencadenó la caída de Lehman Brothers y los desajustes de nuestra economía productiva, han acrecentado las diferencias sociales y colocado al borde del abismo a la clase media, que sostuvo España durante décadas. La pertenencia a una estructura monetaria colegiada y la primacía de algunos intereses particulares en el seno de la Unión, solo han contribuido a ensanchar la brecha salarial y a ahondar en las disfunciones del sistema. No es menos cierto que la llamada competencia interna, que mejoraba la productividad y reducía los costes sociales para implementar nuestra competitividad, era la única opción factible en la Europa de los mercaderes y en el mundo de los mercados, que acaban imponiendo su receta. Este sacrificio colectivo, pero que ha recaído más sobre algunas espaldas, está dando su fruto y paulatinamente la esperanza va relegando la incertidumbre y el desánimo que había calado en la opinión pública. No por ello debemos, ni podemos, olvidar a los que tal día como hoy siguen al sol, como cualquier lunes,  sin ganas de fiesta, sobre todo aquellos que sobreviven, a duras penas y sin otra mano que les ayude que la que tienen al final de su propio brazo.
El día de los trabajadores no es el día propicio para argumentar los motivos que han relegado a las fuerzas sindicales a sus peores tasas de credibilidad y apoyo social, ni para criticar que las patronales se hayan convertido en una correa de transmisión de las élites empresariales y no del tejido más numeroso con el que se visten el emprendimiento y el auge de la iniciativa privada. Cuesta trabajo entenderlo, pero esta debería ser la fecha en la que ambas partes se reconocen dependencia mutua y entendimiento obligado, por el bien de ambos, antes de que la exacerbación del reproche resucite los mártires del XIX y a los capataces del látigo. Es posible que alguno pueda incumplir la norma, pero no acusemos a los parados de quietos, a los funcionarios de vagos, a los peones de ignorantes o a los empresarios de usar chistera. Unos y otros están llamados a la concordia y solo así se saldrá de la crisis, diga lo que diga el lema de una jornada, que cada año deberá ser celebrada por más gente, o acabaremos mandando al paro a la sociedad moderna que queremos legar a nuestros vástagos.

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