Cuestión de equilibrio

Vivir es tomar decisiones. Lógicamente, todos necesitamos marcarnos un camino, y el hecho de seguirlo nos hace crecer, nos forma como personas y nos va definiendo a medida que transcurren los años. Cuando nos encontramos ante una disyuntiva, acabamos decantándonos por una de las opciones planteadas, y así, paso a paso, decisión a decisión, vamos dibujando nuestra manera de ser y el modo en que entendemos la vida.

Resulta evidente que no todas las elecciones que realizamos a lo largo de nuestra camino son las correctas. Es más, sin duda debemos reivindicar el derecho que tenemos todos a equivocarnos ya que, por si alguien no había caído en la cuenta, no somos perfectos. De hecho, hay que entender que nuestras maravillosas imperfecciones son las que, en definitiva, nos hacen únicos.

Estos planteamientos tan simples, que a primera vista parecen de Perogrullo, no siempre los entendemos ni los aplicamos en nuestro día a día. Efectivamente, en demasiadas ocasiones pensamos que únicamente las opciones que nosotros hemos elegido son las correctas y que, por tanto, si bien es cierto que se cometen errores, esos errores son de los demás, no nuestros. Y, por si esto fuera poco, ya que esas decisiones son acertadas, las tenemos que llevar hasta sus últimas consecuencias, lo que implica, como no puede ser de otro modo, que acabamos imponiéndolas partiendo de la base de que cualquier otra decisión en otra dirección, cuando menos, no es tan buena.

No es sencillo admitir nuestras equivocaciones porque parece que estamos renunciando a nuestra propia manera de ser, a ese camino elegido. Pero este enfoque quizás no es el adecuado. En mi opinión, se trata de encontrar el punto medio, ese espacio en que nos reconozcamos como personas, con nuestras virtudes y nuestros defectos, y reconozcamos a quienes nos rodean, con sus bondades y sus limitaciones. Se trata de encontrar el equilibrio. ¡Qué difícil hallarlo y qué poco valorado! Y es que aunque parezca mentira, no es sencillo actuar siempre de un modo razonable sin dejarse llevar alocadamente por nuestras propias ideas y por nuestros sentimientos.

Como muy bien expresó Confucio, “Debes tener siempre la cabeza fría, caliente el corazón y larga la mano”. Las reacciones en caliente muestran un predominio de las emociones que, en última instancia, no permiten dar una respuesta reflexiva, calmada, examinando pros y contras, controlando la situación. Con esto no digo que no debamos hacer caso de nuestras emociones, pero sí creo que las emociones no deben llevar las riendas de nuestras relaciones con los demás. Digo esto porque nos ha correspondido vivir unos años en los que parece que todo vale cuando se trata de expresar ideas, creencias, opiniones y sentimientos. Educamos a nuestros hijos para que se expresen, para que exterioricen, para que siempre digan lo que sienten, pero a veces nos olvidamos que no es tanto decir todo lo que se piensa como pensar todo lo que se dice. Claro que tenemos que sentir; por supuesto que las emociones nos hacen libres; pero no es menos cierto que vivimos en sociedad y que el límite lo encontramos en la libertad de los demás. Por tanto, que esas emociones nos acompañen, siempre, pero que no marquen el rumbo de nuestra vida.

Lo triste es que, en ocasiones, decisiones que, sin duda alguna, deberían emitirse desde la tranquilidad, posicionamientos que afectan a un colectivo o a todo un país, parecen emanar de las entrañas de quienes no acaban de ser conscientes del daño que pueden llegar a causar, ya sea en cuestiones anecdóticas o en temas de un mayor calado. Y esto es inadmisible. Basta echar un vistazo a la rabiosa actualidad informativa para detectar actuaciones “en caliente” de lo más cuestionable: sin ir más lejos, ya me explicarán lo racional de la decisión de la Delegación del Gobierno de Madrid de prohibir el acceso de las banderas esteladas durante la celebración de la Final de la Copa del Rey el pasado domingo; o el empecinamiento del Ayuntamiento de Palma en su decisión de demoler el monolito de Sa Feixina, así como esa cruzada que ha emprendido contra las terrazas de Ciutat; o la nula capacidad para alcanzar acuerdos de nuestros representantes políticos, cerrados en banda y parapetados tras principios trasnochados con los que pretenden, una y otra vez, tocarnos la fibra, despertar el miedo, la inquietud, la zozobra, quizás buscando un voto desde las emociones y no desde la reflexión; o las constantes llamadas a la división y segregación de un Estado acudiendo a esos mismos razonamientos, cuando a estas alturas parece difícil cuestionar que la unión nos hace a todos más fuertes y mejores.

No sé. A lo mejor son esas emociones que no sabemos controlar; o en el peor de los casos es que hacemos uso de las más variadas estrategias para controlar las emociones de los demás. Desde luego lo primero es más que humano, mientras que lo segundo es repugnante. En todo caso, todo sería mucho más fácil si cada uno de nosotros nos conociéramos un poquito mejor, si supiéramos manejar y gestionar los estímulos que nos llegan en sus más variadas manifestaciones, si encontráramos ese ansiado punto medio. En definitiva, es una simple cuestión de equilibrio.

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