En “El asesinato de Aristóteles”, Marcos Chicot describe cómo demagogos ambiciosos generaron entre la población de la Atenas clásica un odio visceral hacia el mayor sabio de la Antigüedad empleando un argumento peregrino: el haber sido tutor de Alejandro Magno quien, bastantes años después, amenazaba con conquistar la ciudad. Utilizando información sesgada, convencieron al populacho de que las ansias de conquista del Rey macedonio le habían sido inoculadas por Aristóteles, de quien desconfiaban por la influencia social de su sabiduría y por no ser ciudadano ateniense sino “meteco”, extranjero nacido en la ciudad de Estagira que había sido conquistada por Macedonia.
Aristóteles nada tenía que ver con las ingentes conquistas territoriales de su antiguo pupilo, que llegó a dominar más territorio que posteriormente el Imperio Romano. Solo le había educado por encargo de su padre el Rey Filipo, perdiendo contacto posterior al negarse a acompañar a Alejandro en sus campañas militares. En realidad, el filósofo vivía dedicado a la enseñanza en su prestigioso Liceo ateniense, gran centro de saber de la Atenas clásica y la humanidad contemporánea. Aun así, la demagogia triunfó y el sabio acabó desterrado en la isla de Eubea, muriendo poco después por una extraña afección estomacal.
Estos hechos anteriores constituyen la perfecta demostración de que muchas actitudes nocivas experimentadas en tiempos presentes son reproducción de viejas estrategias políticas de tiempos pasados. Y no nos estamos refiriendo a épocas recientes, sino a hechos que acaecieron en el ya muy lejano siglo IV antes de Cristo.
José Luis Rodríguez Zapatero, probablemente el personaje público más tóxico que ha excretado la moderna España democrática, ha dedicado su vida política a resucitar entre los españoles la demagogia y los odios fratricidas que fueron enterrados por la Transición. Explicó Arturo Pérez-Reverte en una reciente entrevista en El Hormiguero -tras calificar al político socialista como “un tonto que se ha convertido en malo”- que su propio padre, sus tíos y su abuelo, combatientes del bando republicano en la Guerra Civil, jamás educaron a sus hijos -entre ellos, el exitoso escritor- en el resentimiento ni el odio hacia los contrarios, y abogaron siempre por la reconciliación sabedores de los errores y atrocidades cometidos por ambos bandos.
La interesada inmoralidad de Zapatero ha quedado confirmada por sus actos posteriores a su triste salida de la política española a finales del 2011. En los últimos años se ha dedicado, seguro que generosamente remunerado (y eso que nadie ha investigado a fondo sus ingresos), a blanquear a dictadores latinoamericanos como Maduro, u orientales como Xi Jinping, con los que mantiene relaciones profesionales que incorporan a sus propias hijas (las góticas), con negocios que le han proporcionado un interesante patrimonio inmobiliario (el conocido). Complementa esas ejemplares actividades visitando con frecuencia en Waterloo a un prófugo de la Justicia española, al que ofrece todo tipo de compensaciones para mantener a Sánchez en el poder y, con él, los rendimientos que sus trapicheos reportan a muchos mandamases socialistas.
Sánchez, aprendiz de Zapatero reseteado por su examigo Pablo Iglesias -vaya tres patas para un banco-, es el demagogo mayor de la política española. Alguien que gobierna para “levantar un muro entre los españoles” y ha logrado destrozar nuestra convivencia, tal como podemos apreciar en el tono desabrido de las intervenciones parlamentarias, en las agrias tertulias televisivas, en el estercolero de las redes sociales y en muchas reuniones familiares o de amigos, que han perdido toda cordialidad cuando se tratan cuestiones políticas. Alentar protestas violentas contra la Vuelta ciclista para distraer la atención sobre la corrupción que le rodea es la última demostración de peligro de la demagogia presidencial.
