Uno de los hábitos que seguramente más han cambiado a lo largo de estas últimas semanas ha sido el de nuestra inveterada costumbre de hablar de manera más o menos distendida con los demás, incluso con absolutos desconocidos. Hasta hace poco, raro era el día en que no charlábamos con alguien cuando sacábamos a nuestra mascota a dar una vuelta, cuando entrábamos en una tienda sólo para mirar, cuando hacíamos cola en el supermercado o cuando pasábamos toda la tarde en el bar.
Ahora, en cambio, la prevención ante un posible contagio o la falta de mascarillas nos han hecho actuar normalmente de otra forma. Así, al salir de casa muchas veces hemos optado estos días por hacer sólo uso de los gestos y de la mímica para hacernos entender, como si fuéramos discípulos más o menos aventajados del gran Marcel Marceau o unos 'emojis' grandotes de carne y hueso. Con el movimiento de nuestras manos o con las expresiones de nuestro rostro hemos empleado casi diariamente un lenguaje que podríamos considerar casi universal, que además está muy bien codificado desde hace ya mucho tiempo.
De ese modo, sin despegar muchas veces nuestros labios ni abrir la boca, hemos podido «decir» ahora silenciosamente cosas como: ¿es usted el último?, no he podido ir a la peluquería, te llamaré luego, ¡vaya cola más larga!, me encuentro regulín, ¡qué caro!, pase usted primero, creo que lloverá, me voy a dormir, muchas gracias, te mando un beso, no tengo fiebre, ¿salgo por aquí?, fíjate bien, me tomaría un vinito, he engordado un poco, ¡qué solecillo más agradable!, un fuerte abrazo o todo esto pasará.
Tal vez para compensar, todo lo que no hemos hablado estos días en la calle lo hemos hablado luego en casa, de balcón a balcón o charlando por teléfono o vía «skype» con nuestros familiares y nuestros amigos. En función de las circunstancias, quizás nos hemos puesto también en contacto con una frecuencia algo mayor de la habitual con el SOIB, los especialistas médicos, los servicios de entrega a domicilio o nuestro querido gestor, que antes y ahora es el único que, ay, siempre consigue dejarnos sin palabras.