En marzo de 2013 Mahmoud Ahmadinejad se desplazó a Caracas para asistir al funeral de estado de Hugo Chávez. En un gesto emotivo, visiblemente emocionado, besó el féretro y secó sus lágrimas con un pañuelo que después se colocó en el corazón. También permitió que la madre del dirigente bolivariano, Elena Frías de Chávez, le abrazara. Algo que está absolutamente prohibido para un clérigo que no puede tocar a ninguna mujer, a menos que ésta sea familiar en primer grado. Seguramente sintió esa cercanía pues fué más allá y sostuvo sus manos.
Unos años antes, en 2008, Daniel Ortega, otro mandatario del bloque bolivariano, declaró que las revoluciones de Irán y Nicaragua eran gemelas, destacando la coincidencia histórica y el carácter antiimperialista. Lo reafirmó en 2024 en el discurso de bienvenida al presidente Ebrahim Raisi cuando declaró que la revolución sandinista era hermana de la islámica.
Pocas semanas antes de morir, en noviembre de 2016, Fidel Castro recibió en La Habana con todos los honores al ayatolá Hassan Rouhani, quien ocupaba entonces la presidencia de su país. Ambos declararon su mutua admiración, una vez más, al compartir objetivos de lucha comunes.
El diplomático Ali Pakdaman, encargado de negocios de Irán en Buenos Aires entre 2011 y 2013 fue identificado, en investigaciones judiciales, como un nexo activo entre el régimen iraní y figuras cercanas al kirchnerismo.
Tampoco hay que olvidar que el eje Teherán-Caracas ha estado sometido a escrutinio por su posible financiación de partidos europeos de corte radical y antisistema. Compartiendo con ellos técnicas de propaganda y de socavamiento institucional. Uno de ellos ha llegado a gobernar en solitario y otro a formar parte del gobierno del señor Sánchez.
Todos estos breves flashes indican que como mínimo, efectivamente, parecen existir evidentes vínculos afectivos por compartir objetivos comunes, entre lo que podríamos denominar “representantes del nuevo izquierdismo” y el integrismo islámico. Se trata de una especie de hermandad contra la fría lógica de la ganancia capitalista, antinorteamericana y, por encima de todo, antisraelí. Son probablemente estos vínculos los que mejor explican que importen los duros padecimientos de los gazatíes y no los de los yemeníes, o los de los sirios, o de otros en situación tanto o más dramática.
Veamos: Irán, para alcanzar sus objetivos, ha desarrollado una red de agentes proxies -grupos armados y milicias que reciben apoyo, financiación, entrenamiento y armas desde Teherán- para operar en Oriente Medio, especialmente en su lucha contra Israel. Uno de los cuales es el movimiento palestino árabe suní que gobierna Gaza desde hace casi 20 años.
Ese gobierno, en vez de apostar por potenciar las posibilidades de su pueblo mediante inversiones en educación o infraestructuras productivas, ha optado por dedicar buena parte de la enorme ayuda recibida en construir túneles para la guerra ofensiva. Pues no se trata de refugios para que la gente común pueda protegerse de potenciales bombardeos enemigos, sino de vías para provocar más daño. Y eso que, efectivamente, la franja de Gaza podría llegar a ser un lugar privilegiado por ubicación geográfica a orillas del mediterráneo, tal como han hecho sus odiados primos-vecinos.
El 7 de octubre de 2023 deciden llevar a cabo, por sorpresa, un devastador e indiscriminado ataque contra la población indefensa y confiada del país del cuál pretenden su desaparición. Desde entonces, están en guerra. En esos túneles mantienen rehenes, vivos y muertos, tal vez con el objetivo de sostener la propia guerra, sabedores de que mientras no los liberen la paz es inalcanzable.
La guerra es un fenómeno terrible. El dolor y el sufrimiento que genera es absolutamente inhumano. Por lo que todos los esfuerzos para detenerla son loables, aunque siempre son más eficaces aquellos que analizan mejor, -con objetividad-, sus causas.
Por supuesto, como en cualquier conflicto bélico, lo primero que desaparece es la verdad, para ser sustituida por la propaganda. Una propaganda que se amplifica si en vez de examinar la situación para tratar de entender lo que realmente ocurre, y las razones de las partes, se atiende exclusivamente a prejuicios. Por eso me inclino a pensar que el motivo por el que la izquierda se moviliza por unas víctimas, y no por otras, obedece básicamente a esos prejuicios. Unos prejuicios que suelen dividir al mundo, de forma simplista, entre “malos” y “buenos”, como en las películas de vaqueros. Así, no ven “malos” en Yemen, o ven la frontera cerrada de Gaza con Egipto.
Por mi parte, me inclino a pensar que todo parece indicar que el pueblo palestino padece un mal que no tiene su origen en Israel. Una vez Golda Meir dijo "No tendremos paz con los árabes hasta que amen a sus hijos más de lo que nos odian." Más nos valdría ayudar a los palestinos con ideas de progreso, desterrando las bélicas de Hamás. La buena noticia es que, al menos aquí, la postura de Marga es más esperanzadora que la de Francina.