En plena explosión de la medicina y a pesar de las indignantes desigualdades de acceso, los indicadores sanitarios globales, confirman que la esperanza de vida ha aumentado en todo el mundo. Y lo hace con cifras espectaculares. Nada menos que cinco años en los últimos quince. En lo que va de siglo XXI, la expectativa de vida es un lustro superior del siglo pasado. Casi nada. Los verdaderos protagonistas de este boom se enmarcan en políticas globales de salud pública. Frágiles pero muy eficientes. Y en las discretas mejoras de las condiciones socioeconómicas. Estos macro indicadores, en términos generales, son ajenos a los rankings de médicos y hospitales estrellas que invaden consultoras y redacciones. Son impropios del poli consumo de servicios sanitarios, de dietas milagro y soluciones polivitamínicas, de bebidas energizantes y del consumo desaforado de productos poco aconsejables.
En este escenario, el mejor médico y el mejor centro sanitario, es uno mismo y su entorno personal. El compromiso con la vigorosa renuncia al tabaquismo, al sobrepeso, la apuesta por la actividad física y el cuidado de la boca como factor independiente de protección de enfermedades respiratorias y cardiovasculares.
Numerosos estudios vienen a afirmar que la diferencia entre el normo y el sobrepeso puede depender de algo tan simple como recortar el sedentarismo en dos horas diarias. De no elevar en falso la temperatura ambiental de confort hasta cifras no deseables. De las ingestas racionales, del respeto al medio ambiente y de una firme política de bienestar social. Todas estas pequeñas grandes cosas conforman e influyen positivamente en los factores modificables de salud de forma imperativa. En este contexto, el mejor médico, con diferencia, es uno mismo. El resto viene de añadido.





