La tan ansiada y reclamada comparecencia en sede parlamentaria del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ya se ha producido. Ha reconocido el error que supuso confiar el su ex tesorero, Luis Bárcenas. “Me equivoqué al confiar en una persona inadecuada. Cometí el error de creer a un falso inocente, pero no el delito de encubrir a un presunto culpable”. Pero ha rechazado contundentemente las acusaciones vertidas por Bárcenas y que están siendo investigadas por el juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz. “Yo no puedo decirles otra cosa sino que son falsas sus acusaciones, son falsas sus medias verdades y son falsas las interpretaciones de la media docena de verdades que emplea como cobertura de sus falsedades. El juez determinará lo que proceda sobre cada una de las insinuaciones; pero ya les adelanto yo que en el Partido Popular, ni se ha llevado una doble contabilidad, ni se oculta ningún delito”.
Desde un punto de vista dialéctico y argumentativo, Rajoy ha estado brillante. El mejor Rajoy. Ha recurrido en más de una decena de ocasiones a citar en frases del líder de la oposición Alfredo Pérez Rubalcaba, donde pedía respeto a la Justicia, evitar suplantar al Poder Judicial y respetar la presunción de inocencia. Rajoy se ha parapetado hábilmente en argumentos literales dichos por el actual secretario general del PSOE y se ha negado a asumir responsabilidades políticas parafraseando a Pérez Rubalcaba: “hay que pedir la responsabilidad política por hechos que se demuestre que han existido, por hechos que resulten ciertos”. El discurso de Rajoy se ha convertido en una encendida defensa de la presunción de inocencia y ha vuelto a glosar a Pérez Rubalcaba para atacar al periódico El Mundo, que dirige Pedro J. Ramírez: “Hay un círculo de la calumnia que siempre funciona igual: un delincuente le da información a un periódico, en este caso al diario El Mundo, que éste manipula y tergiversa adecuadamente para generar una calumnia que a mediodía será amplificada por las televisiones”. El caso es que el presidente del Gobierno, que goza de toda la legitimidad que le otorga el apoyo de los 185 diputados del Grupo Parlamentario Popular, se ha visto obligado a defender enfáticamente un derecho fundamental reconocido en el artículo 24.2 de la Constitución Española. Ha lamentado que se pretenda invertir la carga de la prueba y ha reclamado que sean quienes hacen acusaciones los que prueben sus afirmaciones. “El acusado no tiene que demostrar su inocencia. A él se le presume”, ha sentenciado con rotundidad. En nuestro país la presunción de inocencia ha desaparecido de facto. Todo político es culpable hasta que logra demostrar que no lo es, si es que puede, porque a menudo no se puede probar lo que no ha sucedido. Algunos medios de comunicación contribuyen con determinación a acabar con la vida política de aquellos que no se pliegan a sus exigencias. Es enormemente fácil difundir infundios y propagar infamias para acabar con el crédito político de cualquier servidor público. Y a eso se dedican algunos medios de comunicación. Históricamente. Rajoy sigue contando con el apoyo de su grupo parlamentario y de los miembros de su Gobierno. Niega las acusaciones de Luis Bárcenas, actualmente en prisión provisional y confía en que la Justicia se pronunciará sobre ellas. Hay quien pretende que Rajoy se sentencie a sí mismo a la pena de inhabilitación, sin probar ningún delito. Solamente creyendo a pies juntillas la palabra de un imputado. Pero ningún imputado está obligado a decir verdad y hay una alta probabilidad de que mienta si con ello puede obtener algún beneficio, presente o futuro. O si cree que puede obtenerlo. En Baleares esto sucede habitualmente y lo peor es que son los Fiscales quienes dan crédito y premian a quienes lo hacen. La presunción de inocencia es triturada por el propio Ministerio Público, que utiliza la imputación selectiva y la filtración periodística para esparcir infamias. Rajoy ha salido airoso de su comparecencia. Ha evitado una absurda moción de censura que no podía prosperar. Y ha puesto en evidencia que en España rige no la presunción de inocencia, sino la de culpabilidad.