El precio en la vida diaria de una posible caída de España

Estamos viviendo una historia conocida; hora a hora, la habíamos visto. Ya ocurrió hace año y medio, cuando los bonos griegos estaban desbocados, Bruselas también descartaba una intervención (al final ya van dos) y Zapatero nos decía que España no es Grecia, y tenía razón. Después ocurrió lo de Irlanda: primero un test de resistencia a sus bancos, éxito absoluto y tras esta prueba de confianza, la quiebra; Bruselas negando lo evidente, intervención y caos (“España no es Irlanda”, por supuesto): Luego vino Portugal, con una puesta en escena calcada: semanas diciendo que no hay riesgo, que Portugal no perderá la soberanía, que Bruselas no contempla intervenir y que España no es Portugal, y ahora ya están pensando en una segunda intervención. Y ayer, con el mismo decorado, la siguiente ficha amenazada en el dominó es España: Zapatero suspende sus vacaciones por unas horas, Bruselas ha dicho que no se contempla la intervención, Zapatero prepara un discurso para decirnos que España no es España, y todo indica que se avecina una catástrofe financiera de dimensiones colosales. En el extranjero no se debate si habrá intervención, sino sólo se discute cuándo. Hoy, tras meses de constante empeoramiento, cuando ya tampoco el Gobierno tiene reformas en la recámara y sólo espera que Rubalcaba gane imagen para las elecciones, este fin parece inevitable, por más indeseable que sea. ¿Qué podría significar esto para los humildes mortales que no somos dueños de un banco o que no hemos invertido en futuros en Hong Kong? Primero, que por mucho que hayamos creído lo contrario, la crisis empezaría de verdad con el rescate de España, si es que lamentablemente llegara a ocurrir. Segundo, que el crédito en España va a dejar de existir por un tiempo, por más que sigan existiendo los bancos; Tercero, que los tipos de interés van a subir con fuerza, lo cual será horrible para quienes están endeudados; Cuarto, que en esta coyuntura, algún banco o caja de ahorros va a caer -sea en público como ha ocurrido con la CAM o sea en secreto como sucede con otras muchas-; Quinto, que perderemos la soberanía pero no como les hubiera gustado a los catalanes y vascos, sino porque se la llevan a Europa y al Fondo Monetario, desde donde nos van a ordenar qué tenemos que hacer, nos van a establecer plazos, van a decirnos que dejemos de discutir estupideces y a disolver autonomías, cortar despilfarros, retrasar jubilaciones, despedir funcionarios, vender patrimonio y cerrar hospitales. La razón de fondo de todo este desastre es bien simple: hace años que estamos gastando más de lo que tenemos; cada vez que necesitamos más vamos al extranjero a pedir créditos, pero los prestamistas se han cansado y han dicho basta. ¿Querrán estos prestamistas leer nuestro ordenamiento legal que nos otorga el derecho a tener un estado del bienestar y tres millones de funcionarios, miles de políticos, dieciocho parlamentos, síndicos de cuentas, defensores del pueblo, consejos económicos y sociales, universidades en cada ciudad y decenas de televisiones? ¿Quieren enterarse de nuestros derechos consagrados? ¿Serán capaces de ignorarlo todo y tener una visión crematística? Va a ser que sí.

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