Tan injusto es nuestro sistema de financiación autonómica –por lo que hace a nuestra comunidad y algunas otras, especialmente- que cualquier mínimo retoque, aunque vaya a afectar a un minúsculo sector de la ciudadanía, se nos vende como una inmensa mejora, y no les cuento ya si es en época preelectoral.
Hemos pasado de exigir la justicia distributiva a conformarnos con las migajas de la misericordia de un Estado que no tiene la más mínima empatía por los problemas que supone la insularidad. Basta escuchar las sucesivas declaraciones de todo alto funcionario o político relacionado con la hacienda estatal que cae por aquí. No entienden nada o, lo que es peor, lo entienden todo demasiado bien y saben que como sociedad somos conformistas y poco dados a la reclamación vehemente.
Por desgracia, la incompetencia reivindicativa no es exclusiva del partido gobernante, sino que afecta al principal grupo de la oposición, aunque, siendo justos, durante el mandato de Antich –en muchas otras cosas, un presidente poco fiable- se mejoró ligeramente y se redujo el agravio.
En el fondo de la cuestión, la base de la injusticia es que no existe un único esquema en todo el Estado para la financiación del sistema autonómico. Empezando por el desequilibrio que produce que dos comunidades ricas como el País Vasco y Navarra tengan privilegios incompatibles con un régimen pseudofederal, a partir de ahí todo se desmorona. Si añadimos que tres comunidades llevan desde hace más 30 años recibiendo fondos para el reequilibrio y no han logrado ningún avance significativo –probablemente, porque se han acostumbrado a la molicie de ser receptores de cuartos de los demás-, entonces el cóctel es mortal de necesidad.
No se puede hacer una tortilla sin romper huevos, y en esta tortilla española, los huevos andaluces, extremeños, castellano-manchegos, vascos y navarros siguen en su envoltorio. Y así, por más que tuviéramos de conseller a un premio Nobel de economía, no se puede
