Periódicamente salta a las portadas de nuestros diarios la inminencia de una nueva línea aérea con la isla servida con dirigibles -vulgarmente denominados zepelines-, que ha de venir a revolucionar el transporte turístico. La última, esta pasada semana. Se trata de una típica noticia agosteña postergada a los inicios setembrinos.
Las ventajas de este ‘nuevo’ medio de locomoción -universalmente desechado, por la cantidad de accidentes acumulados, desde hace casi cien años- serían el gran ahorro -energético y en términos de contaminación- en comparación con cualquier reactor, y la supuesta sensación de seguridad que transmiten, al no estar basada su sustentación en la aerodinámica alar, sino en el uso de gases de peso inferior al aire, como el helio, que además no es inflamable, como le ocurría por desgracia al hidrógeno, causante de muchos desastres en el pasado.
Se nos cuenta, incluso, que la cosa está muy madura, y que para 2025 Air Nostrum prevé tener en funcionamiento una línea regular Barcelona-Palma con una duración estimada de vuelo de cuatro horas. También se indica que una de las características del artefacto es que no precisa aeródromos para su aterrizaje, fantaseando el cronista con que pueda posarse incluso en la playa, descargando a los mareados aeronautas sobre la arena de Magaluf. Qué adelantos, por Dios.
Imagínense, si desde Barcelona el vuelo dura unas cuatro horitas, lo que debe suponer el trayecto desde el corazón de la Inglaterra proletaria que nos nutre de turistas playeros. Calculo que en aproximadamente un día -unas catorce veces más que en avión- un cacharro de estos se plantaría en Mallorca desde la campiña de, pongamos, Birmingham. Si en una hora y tres cuartos el británico medio es capaz de arramblar con todo el alcohol a su disposición en un aeroplano y armar un altercado de pronóstico reservado, en 24 horas, sin duda, puede acabar inventando un nuevo deporte de riesgo, el zepelining, es decir, el salto, a cuerpo gentil, desde el dirigible al mar o a algún lago idóneo que se halle en la ruta (en la Francia central hay algunos que parecen especialmente pensados a tal fin).
Lo malo de estas fantasías es que hay quien se las toma en serio e incluso piensa que los zepelines pueden llegar a reemplazar a los airbuses.
Vamos a ver. Los dirigibles son simpáticos como curiosidad, y no dudo que puedan hacer vuelos turísticos sobre Mallorca para mostrar a velocidad reducida las maravillas de nuestra geografía, o hacer, si el tiempo lo permite, rutas interislas para solaz visual de aventureros, como el que se monta en un globo aerostático o sube al Puig Major.
Ahora bien, pensar que algún insensato va a embarcarse con regularidad en un trasto volante de estos en Barcelona para cubrir en cuatro horas un trayecto que transcurre exclusivamente sobre el mar -apasionante- y que en avión dura veinticinco minutos, chirría incluso al más optimista de los expertos de márketing.
Eso, sin tener en cuenta que, como pille una DANA, el dirigible puede acabar fácilmente en Tombuctú, en Pernambuco o en Ulán Bator, y los pasajeros más mareados que una peonza en un tiovivo.
Y lo del aterrizaje en la playa es, directamente, producto del onanismo mental más enfermizo de algún espabilado, porque, si para levantar un palmo el tejado de una casa en la mayor parte de Mallorca se precisa la expresa autorización de AESA (Agencia Española de Seguridad Aérea), no quiero ni imaginarme las carcajadas que los técnicos de esa agencia van a soltar cuando algún iluminado les proponga que lleguen zepelines por todas partes para aterrizar sobre Es caló des Moro o Can Pastilla. Y, encima, sin pagar tributo al cortijo colonial de AENA.
Lo dicho, larga vida al avión de pasajeros, por más tonterías que les cuenten.