El futuro está en los geriátricos. Puede parecer un contrasentido hablar de futuro en estos centros residenciales “para la tercera edad”, aunque, en realidad, no lo es en absoluto.
Deberíamos plantearnos si una parte de los presupuestos que ahora destinamos al presente, no sería mejor destinarla, de forma preventiva, al futuro. Es un hecho que en breve, la “tercera edad” será joven porque habrá una “cuarta edad” formada por ancianos de noventa años en adelante que, gracias a los avances médicos, farmacéuticos y tecnológicos, necesitarán residencias y cuidadores suficientes tanto nivel de asistencia pública como de asistencia privada.
Invertir en los geriátricos de hoy es, visto de una forma egoísta (quizás la única forma de convencer a algunos políticos sin escrúpulos que no se molestan en empatizar con el dolor ajeno ni, por supuesto, con la vejez y sus necesidades), invertir en nuestro propio futuro. Además, quienes proyectan esos edificios, o sus remodelaciones para adaptarlos a esta necesidad, deberían meditar e imaginarse a si mismos, a partir de los 80 años, entre cuadro paredes, y deberían diseñar los edificios dónde ubicar esos geriátricos, con la mirada puesta en si mismos, abriéndolos a la luz, al mar o a la montaña, a espacios abiertos en fin, sin tinieblas que sumar a las propias de una edad que ya no aporta demasiadas novedades.
Los geriátricos, su ubicación, diseño, decoración, instalaciones tecnológicas, deberían ser el decorado perfecto entre cuyas paredes poder vivir los últimos años de una vida. Demasiadas personas fallecen entre paredes llenas de suciedad, habitaciones mal ventiladas, cortinas roídas por el tiempo y la dejadez, camas extremadamente pequeñas, pequeños televisores a varios metros de altura que casi no se ven ni se oyen, mesas de comedor que les devuelven (en el recuerdo), a los comedores escolares pero sin la esperanza de toda una vida por explorar. Algunos fallecen y falleceremos después de años de estar sentados en sillas de ruedas que golpean con sus ruedas otras sillas que no avanzan porque han quedado parados durante horas mirando el vacío, o examinando esa mancha de la pared que lleva años incrustados.
Y pese al esfuerzo brutal que deben hacer los trabajadores en dichos centros (porque me temo que debe ser difícil ser testigo directo a diario de la crueldad del deterioro físico humano), es casi imposible conseguir arrancar sonrisas de bienestar a los internos.
Lo repito, la Residencia de la Bonanova necesita algo más que una mano de pintura mal dada. El edificio es otro ejemplo (como son Dureta y el edificio de Gesa), de lo ineptos que podemos llegar a ser con lo que tenemos, empecinados como estamos siempre en crear cosas nuevas.
En definitiva: necesitamos geriátricos públicos y privados que puedan absorber una demanda creciente que no se va a detener por muchas crisis económicas que se repitan.