Hambre

El título de la extraordinaria y cruda novela de Knut Hamsun nos permite centrar el foco sobre una de las realidades más sobrecogedoras de nuestro tiempo.

En España, un supuesto país del llamado “primer mundo”, el 30% de los niños (aproximadamente 2 millones y medio) están en riesgo de exclusión social y pobreza. Dicho con otras palabras, el 30% de los niños españoles pasan frío en invierno, hambre todo el año y no disponen ni de los medios ni de los recursos necesarios para asegurarse una educación en igualdad de condiciones que les permita labrarse un futuro que sea mejor que su presente.

Estos datos, provenientes de Cáritas, de UNICEF y de otras entidades no gubernamentales, han sido duramente criticados y puestos en cuestión por el ministro Montoro, en una nueva parodia desgraciada.

Un niño con hambre es el paradigma del fracaso del sistema. Hablamos de un niño que difícilmente podrá estudiar como sus compañeros más afortunados si no se alimenta correctamente o si no puede estudiar porque tiene frio en casa.

Un niño con hambre dejará los estudios en cuanto encuentre un trabajo, por precario que este sea, para ayudar a sus padres, eternizando una dinámica de miseria.

¿Y saben lo peor? Según estos datos, la crisis tiene la culpa de una parte pequeña de este porcentaje. La política de recortes, la austeridad como tortura y la tiranía despiadada de los llamados mercados únicamente han agravado el problema.

Así, tras seis años largos de crisis, el porcentaje de niños en esta situación está, como decimos, en el 30%.

Pero es que en el año 2004, con España creciendo al 4% y con un índice de paro en el entorno del 10%, el porcentaje de niños en riesgo de exclusión y pobreza era un escandaloso 26%.

Vivimos en un sainete.

En el escenario, políticos y analistas de todo pelaje y condición nos hacían creer en los buenos tiempos que estábamos en la Champions League de la economía mundial, que podíamos ir poniendo los pies en la mesa del rancho tejano, y que nadie nos ganaba en paquete en todo el orbe.

En los malos tiempos, parece que podemos ir dando lecciones a Europa, según algunos, de lo bien que nos estamos recuperando y la fortaleza de los brotes verdes. En definitiva, más paquete abultado y más pecho henchido. No aprenderemos nunca. ¡Qué actores más deplorables y sobreactuados!

En los buenos tiempos un 26% de niños con hambre. Y en los malos tiempos un 30%. Esa es la realidad tras las bambalinas del teatrillo. Esa es la realidad en el patio de butacas de los espectadores que con la nevera tan vacía como la cuenta corriente asisten incrédulos a la puesta en escena.

Lo que demuestran estos datos es que el modelo económico en el que España sustentó su milagro de las dos últimas décadas era un modelo especulativo, carente de cualquier tipo de cimiento sólido. Era un crecimiento en forma de humo y de pelotazo y no en forma de redistribución de riqueza y de igualdad de oportunidades. Por eso incluso cuando las cifras eran aparentemente magníficas, uno de cada cuatro niños pasaba hambre. Ahora es uno de cada tres. Solo nos gana Rumanía.

No tengo la capacidad para dar datos propios. Dicen desde estas organizaciones (Cáritas, UNICEF) que impedir que todos estos niños sufran lo que sufren costaría 2.600 millones de euros. O lo que viene a ser lo mismo en este nuevo lenguaje de hoy en día: ayudar a todas estas familias a calentarse y comer supondría el equivalente a dos décimas y media de déficit público, lo que no parece exagerado cuando el Gobierno de Rajoy va a gastarse esa misma cantidad en rescatar una decena de autopistas de peaje.

No caeremos en la demagogia de decir que este Gobierno prefiere rescatar autopistas de la quiebra que niños de la pobreza. Pero no me digan que no lo parece.

Gastaremos 2.400 millones de euros en las autopistas y no los gastaremos en 2 millones y medio de niños y sus familias. Yo no soy capaz de explicar por qué, así que esperemos a que Montoro lo haga algún día.

Creo que dado que estamos en una aparente democracia y que está de moda hablar de consultas, sería bueno que los gobiernos nos permitieran decidir determinadas prioridades. Por ejemplo, se nos podría hacer la siguiente pregunta: ¿prefiere usted rescatar autopistas o alimentar niños? O quizá la siguiente: ¿le importa a usted incrementar dos décimas el déficit público para dar de comer a dos millones y medio de niños?

Perdón. Había prometido no hacer demagogia. Pero hay veces que es imposible, porque lo que parece demagogia no es más que la verdad.

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