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Hay que ser idiota...

Por Jaume Santacana
miércoles 04 de enero de 2023, 03:00h

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El momento culminante de mi vida me llegó esta semana, justo cuando comprobé, por mí mismo, que había conseguido llegar –después de muchos años- al estado puro de la imbecilidad. No es fácil, créanme.

Personalmente, ya disponía de múltiples ejemplos anteriores en los que mi actual estado de gilipollez absoluta se insinuaba, primero levemente y más tarde, con el paso del tiempo, de manera clara y precisa.

Mis amigos, e incluso algunos conocidos o saludados, me iban avisando convenientemente; parece que un servidor ya demostraba sobradamente que, si mi camino no se torcía (por algún hecho sobresaliente en mi destino) el estado de imbecilidad acabaría por alcanzar sus objetivos de manera implacable.

Y así ha sido, efectivamente.

Desde mi más tierna infancia, comprendí que las croquetas me alegraban la existencia. De hecho, a partir del estadio de la prepubertad, los grandes hitos de mi vida, los momentos culminantes en mi proceso vital, han estado siempre marcados por la ingestión de croquetas.

Recuerdo, con transparencia y nitidez inusuales, las croquetas de mi Primera Comunión: eran de bacalao; me vienen a la memoria, también, las que me zampé el día que enterramos a mi querido progenitor: croquetas de setas, y más concretamente de trompetas de la muerte que le iban a la jornada que ni pintadas; las del primer día de mi primera experiencia laboral fueron de panceta y pollo; tras el primer beso de mi vida (en una sacristía de una parroquia rural), me las comí de higado de ternera... y, después de mi inicial experiencia sensual ( la sexual fue algo posterior: ¡no se que pasó!) fueron de conejo… !en serio!

El día de mi boda, obligué a los comensales a tragarse un pastel nupcial que, en realidad era una enorme croqueta elaborada con foie gras y trufas blancas y rodeada, en su parte exterior, de chuches. Ésta última –al cabo de muchos años- me sentó fatal y me vinieron arcadas: y, luego, ya se sabe... la separación y demás...

Y así, décadas y décadas; sin pausas ni prisas.

Ahora, por primera vez desde que llegué al Valle, he tenido la valentía y coraje torero de intentar hacerme mis propias croquetas. Pues bien: la experiencia –tras varios intentos fallidos y sin esperanza alguna- ha resultado terriblemente nefasta. Que no me salen, ¡vamos!

No sé mezclar bien los elementos primarios (la leche, la maizena (o harina), la mantequilla) y no he aprendido como hacer desaparecer los putos grumos de la pasta principal. En la penúltima fase la modulación formal es catastrófica y la textura resultante es patética. Al estado de preparación del rebozado y posterior fritura, llego con el alma destrozada, el ánimo por los suelos y, entre sollozos, observo como el contenido se diluye entre aceite en alta temperatura: un entre quemado, torpe y mórbido. Lamentable.

No consigo encontrar una prueba más elevada que demuestre que me he convertido –y no precisamente de la noche a la mañana- en un perfecto imbécil; con todas sus consecuencias más evidentes.

Lo siento por mi entorno: ustedes incluidos.

A ver si las cosas les salen a ustedes este año que entramos mejor que a mi las croquetas...

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