Huérfanos de la Nouvelle Vague

El año pasado se conmemoró el sesenta y cinco aniversario de la llegada a las pantallas de todo el mundo de las primeras películas de la Nouvelle Vague, un movimiento sin duda esencial en la historia del cine.

Así, en 1959 se estrenarían Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut; Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, o Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard.

Los tres habían ejercido previamente como críticos de cine en la hoy mítica revista Cahiers du Cinéma, creada en 1951 en Francia e impulsada sobre todo por el gran ensayista cinematográfico André Bazin.

En cierto modo, dicha publicación fue el germen de la Nouvelle Vague, pues en ella escribieron desde el principio no sólo Truffaut, Resnais o Godard, sino también Éric Rohmer, Claude Chabrol o Jacques Rivette, que posteriormente serían asimismo grandes cineastas.

En Cahiers du Cinéma, todos ellos defendían la idea de que un director es tan responsable del resultado final de una película como un novelista, un pintor o un poeta lo puedan ser de sus respectivas obras. Esa idea, conocida como la 'teoría del autor', hizo fortuna entonces y sigue siendo defendida todavía hoy por muchos críticos, estudiosos y aficionados al cine en general.

La citada teoría contribuyó, además, a que en los años cincuenta se empezase a valorar debidamente a cineastas hoy indiscutibles, pero que entonces aún no lo eran, como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Fritz Lang, Luis Buñuel, Jean Renoir, Max Ophüls, Roberto Rossellini, Kenji Mizoguchi o Nicholas Ray.

Los críticos de Cahiers du Cinéma fueron los primeros en saber ver la excelencia de estos realizadores y en considerarlos los artífices casi únicos de las películas que dirigían, una idea que desde hace muchos años comparto plenamente, a pesar de que, muy posiblemente, siga siendo hoy tan controvertida como lo era ya entonces.

Personalmente, creo que la 'teoría del autor' la podríamos aplicar también, a su vez, a los distintos componentes de la Nouvelle Vague, incluidos Jacques Demy y Agnès Varda, pues todos ellos imprimían su propio sello personal a las historias que contaban, incluso en los casos en que partían de un guion ajeno.

Por ello, podemos hoy decir que han quedado ya para siempre en nuestro corazón y en nuestra memoria las historias profundamente románticas de Truffaut, las comedias bellamente cotidianas de Rohmer, los dramas de crítica social de Chabrol o los brillantes filmes experimentales de Resnais o de Godard.

La mayoría de estos creadores tendrían una trayectoria profesional bastante larga, pero seguramente fueron sobre todo los años sesenta los más importantes y decisivos de la Nouvelle Vague, por la influencia que entonces tuvo sobre muchos cinéfilos aquel modo tan peculiar de entender el cine —y en cierta forma también la vida— por parte de una generación de cineastas irrepetible.

Cuando pienso ahora en la Nouvelle Vague, sigo experimentando el mismo sentimiento de fascinación que sentía años atrás hacia todos aquellos realizadores, en especial hacia Truffaut y hacia Godard.

Esa admiración personal la haría también extensiva a algunos de sus más estrechos colaboradores, como los músicos Antoine Duhamel y Georges Delerue, o los directores de fotografía Raoul Coutard y Néstor Almendros, que también forman parte con todo merecimiento de la historia del séptimo arte.

A esa admiración hay que añadirle en estos últimos años una innegable sensación de tristeza y melancolía, por la progresiva desaparición física de todos los nombres citados. Quienes crecimos viendo sus películas, nos sentimos hoy un poco huérfanos. Huérfanos de una determinada manera de entender y de amar el cine. Huérfanos de una época prodigiosa que ya no volverá. Huérfanos de la maravillosa e irrepetible Nouvelle Vague.

 

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2 respuestas

  1. Néstor Almendros, Georges Delerue, Rohmer «El rayo verde», a mí que me gusta el medievo «Perceval», o «À bout de soufflé» de Godard, con Jean Paul i sus morritos. Que eclosión de talento. Un poco huérfanos, sí, pero quedan sus películas. Buena aportación.

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