Quienes hayan estudiado lógica sabrán que pueden darse simultáneamente dos conclusiones cuando la una y la otra, sin tener una relación de causalidad o dependencia, simplemente no son incompatibles.
La reacción visceral de lo más granado de la derecha española contra el fenómeno mediático de Pablo Iglesias, líder de Podemos, ha provocado un alud de reproches supuestamente fundados tanto en las amistades peligrosas del joven talento, como en las ideas que se le atribuyen. Por tanto, si alguien pregunta si la derechona ha declarado la guerra a Iglesias, hay que concluir que sí, que ello es cierto.
Sin embargo, el hecho de que sea ese sector tan poco dado a la mesura el que denuncie el peligro que acarrea la emergencia del movimiento que encabeza este profesor de Ciencias Políticas no quita para que desde otros parámetros políticos mucho más moderados, incluso de la izquierda, se perciba ese mismo riesgo.
Dicho con un ejemplo, el hecho de que Franco se declarase enemigo acérrimo del comunismo no convirtió este sistema en más deseable para un ciudadano medio de arraigadas convicciones democráticas. Que las críticas provengan de quien tiene mucho que callar no empequeñece ni deslegitima las bases sobre las que se sustentan dichas críticas.
Pablo Iglesias es un oportunista y un demagogo gigantesco, de buena facha -para su electorado, claro- y verbo fácil que, sobre tres o cuatro verdades evidentes para el común de la ciudadanía, funda unas propuestas disparatadas con las que ha conseguido alterar el gallinero patrio en un momento en el que éste se hallaba cercano al encefalograma plano.
Que la forma de hacer política tiene que cambiar y hacerse participativa si pretendemos que el sistema democrático perdure, es palmario. Que los partidos actuales, incluyendo a los de la oposición y a casi todos los demás, no están por la labor, es también claro y cristalino. Pero, que esos cambios, necesarios por puras razones sanitarias, deban pasar por las propuestas bolivarianas del líder de Podemos, es sólo el desideratum de sus incondicionales.
Comparar un régimen democrático, ciertamente con múltiples problemas, taras y disfunciones, como el nuestro, con dictaduras populistas disfrazadas de democracias formales más o menos bananeras, en las que la libertad y la seguridad personal brilla por su ausencia, no es admisible. Que Hugo Chávez -y Frías, como le gusta completar a Iglesias- sea su referente político confeso, el "comandante" al que se echa de menos, la encarnación del "pueblo" y el héroe enfrentado al capitalismo salvaje al que admira el madrileño, es como para salir corriendo no sólo de sus clases, sino de este país si, Dios no lo quiera, algún día este elemento manda en algo más que no sea en su escalera; y compadezco a sus vecinos.
Sus propuestas sobre el necesario control de la prensa nos ayudan también a ver la patita que se asoma tras su ideología, y su conducta frente a quienes cuestionan sus ideas, también.
Los críticos con las críticas, los que atribuyen todo a una campaña de la extrema derecha, reprochan que sólo se critica a Pablo Iglesias por su admiración de los regímenes como Venezuela, Irán o Bolivia, pero no se hace lo mismo con aquellos que hacen lo propio con Arabia Saudí o con aquellas dictaduras que tradicionalmente colaboran con occidente. Menuda bobada. Es posible que desde la derechona no se critique jamás esos regímenes -tampoco la izquierda critica a Cuba, China o Corea del Norte, no te jode-, pero muchos otros que no nos consideramos precisamente de derechas -y también muchos derechistas, justo es decirlo- denunciamos por igual las dictaduras y a los sátrapas de la más diversa índole, se vistan con la bandera, el dios, la patria o la momia que tengan por conveniente. Y, sólo por coherencia, destaparemos todas las veces que haga falta que, tras Pablo Iglesias, se esconde un enorme engaño a la masa escarmentada, a los indignados con la injusticia y con el inmenso poder del capital concentrado en muy pocas manos, que se aferran a un discurso fácil porque están hartos de que les tomen el pelo tirios y troyanos. Pero, definitivamente, la única arma posible para luchar contra todo eso no es la redención mágica de un iluminado con soluciones tropicales, sino la presión ciudadana para hacer nuestra democracia mejor, más eficiente, más justa y plural.
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