Como siempre por estas fechas se han publicado un millón de listas con los mejores libros del año. Como siempre no he leído más de la mitad de los que aparecen en ellas. Algunos sí los acabé y me encantaron, y algún otro lo dejé a medias porque me parecía un tostón. Confieso que cuando era joven estas deserciones me provocaban inseguridad al pensar que no era un lector suficientemente preparado para enfrentarme a obras de cierta complejidad. Con la edad he llegado a la conclusión que casi siempre tenía yo razón, y el libro abandonado era un pestiño.
Leo a menudo críticas sobre la calidad menguante de los libros que vemos expuestos en las librerías, que como es obvio suelen estar ahí por ser los libros que más se venden. Los libreros y libreras que conozco son gente peculiar, pero comparten con otros pequeños empresarios un rasgo común: hacen lo posible por no cerrar sus negocios. Se deduciría por tanto que muchos de ellos prefieren sacrificar al público más exigente en favor del populacho que traga con cualquier sopa de letras encuadernada. Una deducción estúpida, como las críticas a los libros que se venden mucho.
Es curioso que esta valoración negativa del criterio de supervivencia empresarial no se la escuchemos a un crítico gastronómico analizando un menú de doce euros del bar de un polígono industrial. Todos saben que en Casa Tomás y en DiverXo se despacha comida, pero Tomás y Dabiz Muñoz se dedican a negocios distintos. El mundo sería más aburrido si la tortilla de patata sólo se pudiera probar en casa y en los restaurantes sólo pudiéramos catar genialidades. Se entiende que hay mercado para muchos paladares y lo importante es que todo el mundo coma.
Se me ocurren mil cosas peores que escribir o leer un mal libro, pero no tienen el mismo reproche social. Una vez escuché a un escritor poner a parir los libros de Carlos Ruiz Zafón cinco minutos antes de caerse de un taburete y hacer el ridículo por culpa del alcohol. En el gremio literario se disculpa antes a un borracho impertinente que al que vende millones de ejemplares sin escribir como García Márquez.
Las críticas más aceradas sobre la ínfima calidad del actual catálogo editorial suelen venir de autores que consideran que su obra está poco valorada a pesar de disponer de una voz propia y un mensaje para el mundo. En varias listas de los mejores libros de 2023 aparece Las singularidades (Editorial Alfaguara). A mí me parece una novela magnífica, nada más, y nada menos. Por eso me gustó leer hace unos meses una entrevista a su autor, John Banville, declarando que “sólo quería escribir un libro, crear una obra de arte. No tengo nada que decir sobre el mundo, la política, la moral, nuestro futuro o cualquier cosa. Una obra de arte tiene valor en sí misma. No tiene ambiciones de ser otra cosa que lo que es”.
Me gusta esa reflexión de un escritor con tanto talento narrativo como Banville, porque viene a disociar el concepto de obra de arte de su valor de mercado. Alguien pensará que es sencillo para un autor de éxito razonar de esa manera, pero años antes otro irlandés genial, el poeta Seamus Heaney, dejó dicho que “el único deber de un escritor era sentarse a su mesa”. No siempre sucede, pero a veces la grandeza va asociada a la humildad.
Si todo esto sucede en la literatura, un mundo donde la tirada y el número de ediciones miden la difusión de una obra, imagínense el panorama en las artes plásticas. Un cuadro original es único e irrepetible, y su condición de obra de arte a menudo reside en la cabeza de su autor y en el corazón del espectador. Son piezas que pueden permanecer años en el taller de un artista sin pasar por galerías o museos, sin que ese letargo les reste valor a ojos de un público nuevo.
Algo así debe pensar Luis Maraver, un miembro de la resistencia en el despiadado mundo del arte contemporáneo, que tras cuarenta años de creación artística ha colgado en las paredes de la antigua galería Altair de Palma algunas de las obras que hibernaron durante años en su estudio de Binissalem. Su exposición Inèdit acoge tierras, cielos, personas y animales que se amontonan en un arca patera huyendo de la dictadura de un mercado del arte cada día más absurdo.
Maraver es una artista honesto que ha vendido mucho y que no refunfuña por los artistas que hoy venden mucho. Como Banville, él sólo quiere pintar un cuadro, dar forma a una escultura, crear una obra de arte que tiene valor en sí misma. Porque en su caso la grandeza también va asociada a la humildad.





