Este jueves se vistió de largo la femenina marca de refrescos más popular del planeta, cuando la macroembotelladora europea de la bebida efervescente, Coca Cola European Partners, se estrenó en la Bolsa española.
La más secreta de las fórmulas (que convierte en oro el agua, como la piedra filosofal) ha hecho crecer su patente como la espuma en poco más de 130 años, desde cuando se vendía en Atlanta a cinco céntimos el vaso. Gran parte del éxito radica en el jarabe, que nació para resolver los problemas de digestión y aporte energético, pero nadie duda de que su valor actual, cercano a los 200.000 millones de dólares, es el fruto de un marketing prodigioso.
Música armoniosa y lemas tolerados para todos los públicos no hubieran sido suficientes sin el envoltorio de escenas, perfectamente dramatizadas, que preludiaron las técnicas del ‘storytelling’ o la magia del relato, de la que tanto partido quieren sacar los políticos en campaña. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes, como en 2008 subtitulaba su ensayo Christian Salmon, es el nuevo apostolado que nos persuade y seduce en favor de un objetivo, mediante técnicas sofisticadas de control emocional. Un arma poderosa, a la que le atribuye el éxito presidencial de George Bush o Nicolas Sarkozy, pasando por el crepuscular Barak Obama.
No hizo falta aguardar a que Coca Cola sustituyera por una chapa la tradicional campana, con la que sus títulos comenzaban a cotizar en el mercado, para que a los asesores de imagen y comunicación de los líderes políticos entendieran que los programas y los mítines ya no conquistan el favor social en las escépticas atalayas, cada vez más altas por la desafección social, donde se refugia el votante. Para llegar al elector ahora necesitan estimular su mimetismo con imaginación, como las series de ficción han concienciado mucho más que los tendenciosos informativos en los que algún troglodita político se siente cómodo.
No les quepa duda de que ya no tiene razón de ser emplear los discursos para transmitir información o despejar dudas, sino que son solo el motor que impulsa las emociones y el ánimo de los electores, que se convierten en parte del atrezo del ‘show business’, en el que se ha trocado la candidatura al poder público. Lo que se lleva ahora no son los mensajes plúmbeos ni los programas elaborados, sino la exposición de nuevas “Razones para creer” en las que basar nuestra segura felicidad, con las que Coca Cola conquistó los corazones ensombrecidos por los conflictos bélicos de los años setenta , poniendo una sonrisa en los labios de millones de consumidores.
Pocos días antes de los últimos comicios británicos, celebrados hace un año, en los que David Cameron reforzaría el dominio conservador y le permitía prorrogar su estancia en Downing Street, compartía con mi hija una lata helada de Classic Coke mientras paseábamos por Leicester Square, camino del lugar donde JK Rowlins se elevó a los cielos con Harry Potter. De repente, los sonidos de una banda de gaiteros escoceses, con la que habíamos disfrutado minutos antes, se fundieron con el rítmico compás de la música pop. Al acercarnos a Charing Cross, la sonoridad iba ganando protagonismo y parecía tan real como si cruzáramos Abbey Road cuarenta años atrás.
Y allí estaban. Sobre una balconada del Garrick Theatre, como una ventana de la vieja Caverna de Liverpool donde dieron sus primeros pasos, un clon perfecto de The Beatles atraían a un sorprendido y enfervorizado público al espectáculo “Let it Be”, que se programaba por aquel entonces. Inolvidable. Anoche, cuando doce años después volvió Sir Paul Mac Cartney a subirse a un escenario en España, no pude dejar de recordar la historia vivida aquella primavera londinense y sonreí mientras, sin darme cuenta, pedía de nuevo una Coca Cola.