La identidad balear

Mi reflexión, en este caso, no busca “enredar los hilos, que ya bastante enmarañados están”, como dijo Claudio Magris. Muy al contrario, mi sentido de la responsabilidad me induce, ciertamente, a arriesgar y romper esa especie de maleficio que ronda por doquier  en esta isla, a saber, “en este juego no está admitido buscar la verdad” (Ibidem). Si algo, a mi  entender, no es admisible aquí y ahora se cifra, precisamente, en evitar la resignación y en bailar el agua a quienes lo han venido propiciando desde mucho tiempo atrás.

Al tratar de observar la realidad mallorquina actual, procuro no alinearme con ninguna de las posiciones ideológicas y políticas que suelen actuar soterradamente en el debate en torno a las cuestiones identitarias a fin de arrimar el ascua a su sardina. Personalmente, veo las cosas de manera muy diferente. Nunca, al margen de la temática que se trate, han sido de mi agrado las visiones estáticas o fijas, monolíticas e inmutables, rígidas y cerradas. Todas ellas suelen ser, de un modo más o menos intenso, excluyentes y, siempre,  distantes de la vida real. He  creído que la realidad es más importante que la idea  (EG, nn. 231-234). Las visiones estáticas nunca las he priorizado. Eso sí, las he respetado, siempre y cuando no se mezclasen, para mayor contradicción, con un falso,  manipulador e ideológico progresismo.

Cuando uno socializa con la gente, y se pone en modo escucha, advierte que todavía se sigue manejando el mismo esquema cerrado y excluyente a la hora de clasificar a quienes vivimos en esta tierra: los mallorquines y la población foránea (forasteros y extranjeros). Se olvida que el  “todo es superior a la parte” (EG, nn. 234-236). Se olvida que el pueblo mallorquín no es esa minoría que lo copa todo o casi todo. El pueblo mallorquín no es ni puede ser una imagen, una fotografía fija, respecto de la que ni siquiera se sitúa el momento en que fue captada. El pueblo mallorquín, en mi humilde entender, somos todos los que hemos fijado, de modo estable, nuestra residencia aquí y, por tanto, hemos expresado con claridad el sentimiento de pertenencia al mismo.

El pueblo mallorquín, por tanto, “la identidad balear”, como  estableció Mateo Cañellas  en su libro “Balearicus” , 2021, se ha “forjado (a) durante más de 3.000 años, ya desde tiempos de los honderos”. Nunca ha estado definitivamente formada y construida. Muy  al contrario, siempre ha permanecido  inmersa, en un proceso dinámico y cambiante, construyéndose y reconstruyéndose,  enriqueciéndose y consolidándose. El error en que podemos incurrir estaría en detener ese proceso, en encerrarse, en no actuar en coherencia con el mismo, “en la exaltación del yo autorreferencial de lo propio, en una mirada de ‘mezquindad cotidiana’, o bien en una defensa de una globalización abstracta, esteticista, naif” (Javier Aparicio). ¿Estamos seguros de no haber incurrido en alguno de los dos extremos?

La clave, en palabras de Francisco, consiste en que ”no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia(EG, n. 235), más abierta, más generosa, más participativa e integradora.

Para configurarnos como pueblo que acoge a todos, hayamos nacido en Mallorca o decidido, de acuerdo con la legalidad en vigor, residir establemente en la isla, hemos de entender que estamos llamados a comportarnos, en primer lugar, como ciudadanos responsables, que participan, de modo activo y pasivo, en la vida social y política. ¿Es así en la Mallorca actual? Pero, en todo caso, no es suficiente. Francisco nos dejó dicho que, en segundo lugar,  “convertirse en pueblo es todavía más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una pluriforme  armonía” (EG, n. 220).

Creo que, en este contexto, es necesario formular, pues están en el ambiente,  unas cuantas preguntas cuya respuesta sincera puede ayudarnos a todos en la búsqueda de ese bien mayor deseable. Dijo Guy de Forestier que  “ser foraster  (…) nunca estuvo del todo bien visto en Mallorca. La prevención del isleño frente a cualquier extraño se agudiza cuando se trata de un foraster, como si una imperceptible  marca de desconfianza matizara sus actos y sus palabras”. ¿Este serio reproche se podría formular ahora, treinta años después? A la vista de lo que todo sabemos que es habitual, y del comportamiento de la derecha y la izquierda políticas, ¿no estaremos  haciendo realidad aquí el dicho de Quevedo (Letrilla Satírica III): ‘Yo me lo guiso y yo me lo como? Si atendemos a la selección de todo el funcionariado, a quiénes se conceden  subvenciones, distinciones  y reconocimientos, ¿se podría decir  que ‘todo queda en casa’? Todo, sin duda, bastante discriminatorio y polarizador.

Creo, sinceramente, que venimos obligados a realizar una profunda revisión sobre la actitud con que pretendemos avanzar en la construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad. Si no armonizamos la tensión entre globalización y localización, corremos el riesgo serio de caer en una mezquindad cotidiana o de no caminar con los pies sobre la tierra (Francisco, Fratelli tutti, n.142).

 Gregorio Delgado del Río

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