SANIDAD | LA JERINGUILLA

Esperando en el centro de salud

Esta semana he decidido abandonar los mundos virtuales y visitar los reales. ¿El motivo? Recoger una baja médica, porque, aunque no lo haya dicho, hace un par de meses que estoy fuera del ámbito laboral, recuperándome de una intervención, lo que requiere una visita semanal a mi médico de cabecera. Este microcosmos que es la sala de espera de un centro de salud me ha enseñado más de las personas que en todos los años de mi vida adulta, que tampoco son tantos, no se vayan ustedes a pensar. A lo que iba. Conseguí cita de un día para otro -reconozco que todavía estoy asombrado, porque es la primera vez que me pasa desde que me operaron-, así que cinco minutos antes de la hora prevista, ya estaba en la consulta, esperando a ser atendido. Como siempre, la sala llena. Unos tosiendo, otros estornudando, algunos con fiebre, varios con enfermedades crónicas… Así, hasta conformar un mosaico de dolencias que me hacían temer que saldría de allí con algo que no tenía, porque yo estoy convaleciente, pero bien, y estar rodeado de tanto virus no puede ser bueno para mi salud. -Menos mal que sólo tengo que esperar unos minutos, me dije a mí mismo. Pero no, porque la espera, hasta que el médico dijo mi nombre, fue de 85 minutos. Como se lo digo, 85 minutos de reloj, en los que respiré todos los virus habidos y por haber, me enteré de las enfermedades de la mayoría de los que estaban allí y, además, asistí a un conato de agresión al facultativo. Tal y como lo leen. Resulta que mientras esperábamos, apareció un individuo alegando que se le había pasado la hora de la cita (llegaba más de una hora tarde) y exigía ser visto por el médico. Éste salió de la consulta y le dijo que de acuerdo, que no había ningún problema, pero que tenía que esperar porque todos los demás estábamos antes que él. Y ahí se armó la de Dios. El enfermo se puso como un energúmeno e insultó a médico con palabras que no puedo reproducir por respeto a los lectores, mientras el doctor se daba la vuelta y sin decir una palabra volvía a entrar a su consulta. No puede callarme, ni yo ni varios de los que esperábamos. Le afeé educadamente su conducta, al igual que hicieron otros y nos mandó, ya se lo pueden imaginar, al sitio que todos piensan, que no es precisamente a tomar un café. La tensión era cada vez mayor, así que opté por callar, tragándome las palabras que tenía en la punta de la lengua y una rabia cada vez mayor. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto? ¿Cómo podemos exigir algo a lo que no tenemos derecho y encima insultar a quién nos responde de forma educada? Sentí vergüenza ajena. Una vez que me tocó el turno, el médico me pidió disculpas por la tardanza y me comentó que había tenido que atender a una parte de los pacientes de un compañero que se encontraba ausente. Y entonces, completamente desarmado por lo que viví anteriormente, le entendí perfectamente y sentí que sólo con más comprensión entre ambas partes, con más educación, con la recuperación de los valores que se han perdido, podemos superar esta situación de crispación e ira que parece haberse adueñado de todos nosotros, porque tenemos derechos, sí, pero también tenemos deberes, algo que parece que hemos olvidado. “Dondequiera que se ama el arte de la medicina se ama también a la humanidad” (Platón).

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